La ley cepo es la evidencia de la desconfianza

El ministro de Economía, Roberto Lavagna, no hizo más que poner en evidencia la desconfianza del Gobierno hacia un probable éxito del canje, cuando pidió al Congreso una ley para prohibir que en el futuro se ofrezca a los bonistas una propuesta mejor. Como recordó el Comité Global de Acreedores, cuando de la economía se trata las leyes de este tipo valen muy poco.

(De la redacción del diario Río Negro) Si lo que quiere el ministro de Economía, Roberto Lavagna, es advertir que tal y como están las cosas el canje no está destinado a ser tan exitoso como había previsto, no le hubiera sido fácil elegir una mejor forma de hacerlo que la consistente en pedirle al Congreso una ley para prohibir que en el futuro se ofrezca a los bonistas una propuesta mejor.

Como el Comité Global de Acreedores no tardó en recordarle, cuando de la economía se trata las leyes de este tipo, como la que antes del corralito, la devaluación y la pesificación asimétrica supuestamente aseguraba la intangibilidad de los depósitos, valen muy poco.

En teoría, dichas leyes deberían servir para hacer pensar que el gobierno de turno, con el apoyo decidido de la clase política, está resuelto a mantenerse en sus trece, pero a raíz de las experiencias nada edificantes del país en esta materia, la maniobra de Lavagna no podrá resultar más convincente que cualquier nueva manifestación de "dureza" presidencial. Asimismo, mal que les pese a nuestros legisladores, no están en condiciones de incidir mucho en las decisiones de tribunales de otros países bajo cuya jurisdicción se emitió el grueso de los bonos.

A causa de la actitud agresiva que por motivos netamente políticos asumió frente a los bonistas, el gobierno se las ha arreglado para arrinconarse. Una vez formulada su oferta, tuvo que defenderla insistiendo en que es inmodificable porque de lo contrario los acreedores la rechazarían con la seguridad de que pronto se verán frente a otra menos draconiana.

Sin embargo, si a pesar de todo la mayoría de los bonistas se muestra disconforme, el intento oficial por salir del default imponiendo sus propias condiciones fracasará, obligándolo a optar entre barajar y dar de nuevo, lo que le sería humillante, y resignarse a que el país siga en default hasta después de que haya terminado la gestión del presidente Néstor Kirchner. Ninguna alternativa puede considerarse atractiva. A Kirchner, es de suponer acompañado por un nuevo ministro de Economía, no le sería nada sencillo cambiar su estrategia frente a los acreedores, mientras que al país le resultaría sumamente costoso acostumbrarse a vivir relativamente marginado de los mercados de capitales internacionales.

De fracasar el canje, pues, el gobierno se verá en apuros. Aunque lograra sobrevivir politizando el problema, ubicándolo en el contexto de una lucha épica entre la Argentina y el mundo, las consecuencias para la economía y por lo tanto para la vida de los habitantes del país no serían positivas.

Sin embargo, tampoco nos beneficiaría que el eventual éxito del canje se debiera al cansancio de los bonistas y a la convicción generalizada de que sería vano suponer que la clase política nacional cambiara de actitud en los años próximos. El que el proceso de canje esté resultando ser tan dificultoso que el gobierno se haya sentido constreñido a solicitar el apoyo del Congreso, es de por sí alarmante porque refleja el grado de desconfianza existente.

Una vez creado el embrollo provocado por el default festivo, el gobierno que lo heredó ha tenido que procurar tomar en cuenta una multitud de factores, entre ellos los beneficios inmediatos que le supondría un arreglo durísimo que tomaría por un gran triunfo nacional y las desventajas a la larga para el país de granjearse la reputación de ser el deudor moroso más terco y pendenciero del planeta.

Ya que nuestro orden político es tan precario que al presidente Kirchner le hubiera sido casi imposible privilegiar el largo plazo, puede entenderse su voluntad de optar por la confrontación que por lo menos le ha servido para mejorar sus índices de popularidad. Con todo, los costos para la Argentina de la miopía estructural a la que la ha condenado un orden político disfuncional seguirán siendo leoninos.

Sea cual fuere el desenlace del drama supuesto por el canje agresivo impulsado por el gobierno, el país apenas ha comenzado a pagar el precio elevadísimo que le será necesario abonar por los errores perpetrados por una generación de dirigentes políticos que, a juzgar por la conducta de muchos, aún se sienten muy orgullosos de su resistencia obstinada a aprender lo que deberían haberles enseñado las experiencias trágicas de los años últimos.

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