Llegó Stiglitz: La carta de Rogoff que cuestionó al premio Nobel 2001

Joseph Stiglitz recorre el mundo con cierta impunidad, porque sus ideas, aún cuando a veces son erradas, casi nunca son rebatidas porque está protegido por la armadura que resulta de haber concedido el premio Nobel 2001. En definitiva, la réplica más dura que hasta recibió Stiglitz en público es la de Kennerth Rogoff, consejero del FMI, que se tomó el trabajo de leer la bibliografía de Stiglitz y escribirle una larga carta abierta. Lo concreto es que las sociedades no pueden andar culpando a otros por sus propios errores y fracasos. Una sociedad es la única responsable de su propio destino, y si no puede tomar su destino entre sus manos no merece ser una sociedad libre. En días en que el gobierno de Néstor Kirchner contrata a Stiglitz, cuyos honorarios no son bajos, para que certifique el rumbo, es bueno recordar qué dijo Rogoff de Stiglitz y sus ideas:

POR KENNETH ROGOFF

Arrojar veneno contra el FMI —incluso en forma de ataques personales que ponen en tela de juicio la competencia y la integridad de sus funcionarios— se ha convertido en una expresión creativa en los últimos años.

El autor de uno de los libros más vendidos califica a todos los nuevos funcionarios contratados por el Fondo como "de tercera categoría", da a entender que la gerencia del organismo es venal y analiza el papel del FMI en la crisis financiera de Asia de finales de los años noventa como quien alude a la Alemania nazi y al holocausto.

Incluso algunos de los que critican a la institución en términos más serios y equilibrados —como el redactor del Washington Post, Paul Blustein, cuya excelente reseña sobre la trastienda de la crisis financiera asiática, The Chastening, debería ser de lectura obligatoria para los futuros economistas del Fondo (y sus cónyuges)— eligen títulos que evocan al diablo.

¿No suena The Chastening como a la continuación de algún dramón de horror de los años setenta, al estilo de El Exorcista o La Profecía? Quizás esto es un resultado natural de las fuerzas del mercado. Al fin y al cabo, en un mundo en el que las noticias económicas se suceden las 24 horas del día es muy rentable ser presentado como "el más destacado crítico del FMI".

Lamentablemente, muchas de las imputaciones con frecuencia formuladas contra el Fondo revelan una profunda confusión con respecto a las políticas e intenciones de la institución.

Otras críticas, sin embargo, efectivamente se refieren a posibles fallas fundamentales de las prácticas actuales del FMI. Por desgracia, este cúmulo de recriminaciones y acusaciones hace que resulte difícil distinguir las críticas espurias de las inquietudes legítimas.

Y lo que es peor, algunas de las cuestiones más serias, que deberían constituir aspectos medulares de esos debates —las referentes a la pobreza, la elección del régimen cambiario apropiado, o si el sistema financiero mundial alienta a los países en desarrollo a endeudarse en exceso, etc.— se pasan por alto con demasiada facilidad.

Considérense las cuatro críticas más comúnmente dirigidas contra el Fondo.

Se argumenta, en primer lugar, que los programas de préstamos del FMI imponen una severa austeridad fiscal a los países desprovistos de efectivo.

Segundo, que dichos préstamos alientan a los financistas a invertir desaprensivamente, confiando en que el Fondo los rescatará (el denominado problema del riesgo moral).

Tercero, que las recomendaciones del Fondo a los países que sufren crisis de deuda o crisis monetarias no hacen más que agravar la situación económica.

Y cuarto, que el Fondo, actuando de modo irresponsable, empuja a los países a abrir sus economías a flujos de capital extranjero inestables y desestabilizadores.

Algunas de esas imputaciones tienen fundamentos importantes, aunque los críticos (incluido yo mismo en mis épocas de economista académico) tienden a exagerarlas para darles mayor realce. Otras, en cambio, son polémicas y están profundamente apartadas de la realidad.

Al ocuparme de ellas espero despejar la atmósfera para hacer posible un análisis más preciso y coherente sobre lo que pueden hacer el FMI y otras personas y entidades a fin de mejorar las condiciones imperantes en la economía mundial. Esa debe ser, sin duda, nuestra meta común.

El mito de la austeridad

A lo largo de los años ninguna crítica dirigida contra el Fondo ha encerrado mayor carga emocional que la de la "austeridad".

Quienes lanzan diatribas contra la institución sostienen que, en todos los países en que el Fondo se hace presente, las políticas macroeconómicas restrictivas que impone a los gobiernos invariablemente dan por tierra con las esperanzas y las aspiraciones del pueblo. (Dudo en formular citas concretas, pero con ellas sería fácil llenar toda una edición de Bartlett's Quotations.)

No obstante, a riesgo de parecer hereje, sostengo que la realidad es casi la contraria. Como norma, los programas del Fondo reducen la austeridad, en lugar de crearla. Sí, como lo oyen.

Quienes critican al FMI deben comprender que los gobiernos de los países en desarrollo no solicitan la asistencia financiera de la institución cuando el sol brilla; acuden a ella cuando ya están sumidos en profundas dificultades financieras, provocadas, en general, por una gestión desacertada y por mala suerte combinadas en diversas proporciones.

Esta descripción se aplica, a lo largo de los últimos 50 años, prácticamente a todos los países con programas del Fondo: desde el Perú de 1954 hasta la Argentina de hoy, pasando por Corea del Sur en 1997.

Los responsables de la política económica de las economías en dificultades saben que el Fondo actúa donde ningún acreedor privado se atreve a intervenir, y otorga préstamos a tasas tan favorables que sus países sólo podrían soñar en obtener en las épocas de mayor bonanza.

Comprenden que, a corto plazo, los préstamos del FMI permiten a un país deudor en dificultades ajustarse el cinturón menos de lo que tendría que hacerlo a falta de esa asistencia. Las condiciones de política económica que el Fondo aplica a sus préstamos sustituyen a la disciplina más rigurosa que impondrían las fuerzas del mercado si el FMI no existiera.

Tanto Corea del Sur como Tailandia, por ejemplo, enfrentaban en 1997 una situación de lisa y llana cesación de pagos, o de caída libre del valor de sus monedas, resultados estos mucho más perniciosos que los que efectivamente sobrevinieron.

No obstante, la institución sirve de cómodo chivo expiatorio cuando los políticos enfrentan a la población de sus países con un presupuesto menos despilfarrador.

"¡El FMI nos obligó!" es el estribillo habitual de los gobiernos que reducen el gasto y los subsidios. Nada importa que el gobierno del país —cuya insatisfactoria gestión macroeconómica suele tener mucho que ver con la crisis— mantenga, en general, una considerable discrecionalidad para elegir la política económica dentro de la gama de posibilidades existentes, no siendo la menos importante la de determinar en qué ámbitos debe reducirse el gasto presupuestario.

La crítica referente a la austeridad surge de una confusión entre correlación y causalidad. Culpar al FMI por la realidad de que todos los países deben hacer frente a sus restricciones presupuestarias es como culparlo de la ley de la gravedad.

Hay que reconocer que el FMI, en efecto, insiste en que le reembolsen sus préstamos, por lo cual al cabo de cierto tiempo los países prestatarios deben desprenderse de recursos de divisas que, de lo contrario, podrían haber destinado a programas internos.

No obstante, esos reembolsos no aumentan normalmente hasta después de superada la crisis, lo que significa que a los gobiernos de dichos países les resulta más llevadero realizar los pagos.

Los accionistas del FMI —sus 184 países miembros— podrían adoptar la decisión colectiva de transformar en donaciones todos los préstamos otorgados por la institución, con lo cual los países receptores de asistencia no tendrían que hacer frente a costo alguno.

Sin embargo, si el FMI nunca recibiera el reembolso de sus préstamos, los países industrializados deberían estar dispuestos a reponer continuamente los recursos con que cuenta el organismo para otorgar préstamos, pues de lo contrario no se dispondría de financiamiento alguno para ayudar a enfrentar la siguiente crisis de la deuda que afectara al mundo en desarrollo.

Una crítica peligrosa

Naturalmente, en múltiples programas del FMI los países prestatarios deben reembolsar el crédito recibido de sus acreedores privados y además el recibido del Fondo.

No obstante, ¿la austeridad fiscal no sería un poco más soportable si los países deudores en dificultades pudieran obligar a los prestamistas privados externos a soportar parte de la carga? ¿Por qué han de ser los contribuyentes de los países en desarrollo los que reciban el golpe en su integridad?

Se trata de una pregunta totalmente legítima, pero comencemos por aclarar algunos hechos. En primer lugar, los inversionistas privados difícilmente pueden suspirar aliviados cuando el Fondo se hace presente en el escenario de la crisis financiera de un mercado emergente.

Según el Instituto de Finanzas Internacionales, dichos inversionistas perdieron alrededor de US$225.000 millones en la crisis financiera de Asia de finales de los años noventa, y alrededor de US$100.000 millones como consecuencia de la cesación de pagos de la deuda rusa en 1998.

¿Y qué decir de la crisis de la deuda de América Latina en los años ochenta, cuando el FMI ayudó a persuadir a los bancos extranjeros de prorrogar una proporción considerable de las deudas latinoamericanas durante casi cinco años y hasta de aceptar cancelaciones contables no menores del 30%?

Es indudable que si los prestamistas privados externos pierden continuamente dinero al otorgar préstamos a los países en desarrollo, cesará de afluir nuevo financiamiento. De hecho, la afluencia de recursos a gran parte de América Latina —que es nuevamente el escenario de los problemas de la deuda— se redujo pronunciadamente en los dos últimos años.

En algunos casos, los acreedores privados deberían estar dispuestos a aceptar cancelaciones contables de gran envergadura de sus deudas, especialmente cuando el país se encuentra en una situación tan extraordinariamente desfavorable que, en la práctica, es insolvente.

En esas circunstancias puede ser contraproducente tratar de obligar al deudor a reembolsar la totalidad de su deuda, lo que no solo afecta a su población, sino que a menudo lleva a que los acreedores reciban menos de lo que podrían obtener reduciendo la carga de la deuda del país deudor, para que éste quiera y pueda incrementar la inversión y el crecimiento económico.

A veces se llevan a cabo reestructuraciones de deudas, como en Ecuador (1999), Pakistán (1999) y Ucrania (2000), pero esos casos son la excepción y no la regla, ya que las normas internacionales actuales hacen extraordinariamente engorroso y caótico el proceso de quiebra de estados soberanos.

En consecuencia, la comunidad financiera oficial, guiada normalmente por el FMI, suele no estar dispuesta a imponer ese procedimiento, y en algunos casos, tiene que tratar de mantener a flote a un país mucho más allá del punto en que su economía se vuelve irrecuperable.

En Rusia en 1998, por ejemplo, la comunidad oficial respaldó con financiamiento un régimen de tipos de cambio fijos evidentemente condenado al fracaso.

En ultima instancia, el Fondo cortó el cordón e hizo posible una cesación de pagos, demostrando el error de los muchos inversionistas privados que creyeron que Rusia era "demasiado importante como para quebrar".

Pero si el Fondo hubiera permitido la cesación de pagos en una etapa anterior, Rusia podría muy bien haber superado la consiguiente depresión económica por lo menos con la misma rapidez y con un nivel más bajo de deuda oficial.

Como la reestructuración de la deuda frente a acreedores privados es relativamente infrecuente, a muchos críticos les preocupa, con razón, la posibilidad de que el financiamiento del FMI sea, en muchos casos, una póliza de seguros general para los prestamistas privados.

Además, cuando los acreedores privados creen que el FMI acudirá en su ayuda con una operación de rescate financiero, tienen razones para prestar más y a tasas de interés mas bajas de lo que sería conveniente.

Por otra parte, ese argumento seductor hace que el país deudor se endeude en exceso, lo que se traduce en crisis más frecuentes y graves, exactamente como las que el FMI fue diseñado para aliviar.

Quiero ser el primero en admitir que la teoría del "riesgo moral" que entraña el crédito del FMI es lúcida (habiéndola introducido en los años ochenta), y creo, sin lugar a dudas, que en algunos casos reviste importancia.

No obstante, la evidencia empírica es ambivalente. Uno de los factores que debilitan el argumento del riesgo moral es que, en general, la mayoría de los países reembolsan los préstamos del FMI; si no puntualmente, con retraso, pero pagando la totalidad de los intereses.

Si el FMI recibe sistemáticamente lo que se le debe, los prestamistas privados no reciben subsidios, por lo cual no se realiza una operación de rescate en la acepción simplista del término.

Por supuesto, pese a los sólidos antecedentes de reembolso al FMI en la mayor parte de los programas de préstamos otorgados a mercados emergentes, no existen garantías con respecto al futuro, por lo cual ciertamente sería erróneo negarle al riesgo moral la importancia que reviste.

Disparates fiscales

Aunque no procede culpar a las políticas del FMI por la reducción del gasto presupuestario en las economías pobres, ¿cabe la posibilidad de que el diseño de los programas del Fondo sea tan inadecuado que las condiciones desacertadas a las que están sometidas esas operaciones contrarresten con creces todos los beneficios que puedan entrañar los recursos proporcionados por los prestamistas internacionales?

Los críticos aseveran, en particular, que el FMI obliga a los países a elevar las tasas de interés internas, cuando sería más eficaz bajarlas para estimular la economía. Se acusa también al FMI de forzar a las economías en crisis a reducir sus presupuestos en el medio de una recesión.

Al igual que el argumento de la austeridad, esas críticas contra ciertas recomendaciones básicas de política económica del FMI parecen bastante apocalípticas, en especial cuando se envuelven en la retórica de que todos los economistas del FMI son pensadores de tercera categoría, tan refractarios al asesoramiento externo que no escucharían ni al propio John Maynard Keynes si los telefoneara desde el cielo.

Naturalmente, sería magnífico que los gobiernos de los países con mercados emergentes pudieran aplicar las "políticas contracíclicas" keynesianas, es decir que pudieran estimular la economía reduciendo las tasas de interés, aumentando el gasto público o recortando los impuestos durante una recesión.

En su informe Perspectivas de la economía mundial, de septiembre de 2002, el FMI promueve exactamente esas medidas, cuando son factibles. (Por ejemplo, ha recomendado categóricamente a Alemania actuar con flexibilidad con respecto a las restricciones presupuestarias del Pacto de Estabilidad y Crecimiento Europeo, para que el gobierno no agrave la ya severa depresión económica que sufre el país.)

Lamentablemente, a la mayoría de los países con mercados emergentes les resulta extraordinariamente difícil obtener crédito durante la fase de depresión del ciclo, por lo cual deben ajustarse el cinturón precisamente en el momento en que podría convenirles aplicar una política fiscal más flexible.

Por su parte, el FMI —o cualquier otra entidad, dicho sea de paso— solo puede ayudar hasta cierto punto a los países que no prestan atención a la recomendación de sentido común de acumular superávit en épocas de auge —por ejemplo Argentina en los años '90— a fin de dejar margen para los déficit que se produzcan en la fase de depresión.

Sin embargo, para algunos críticos, una solución sencilla consiste en dirigirse al FMI en términos enérgicos: si esos tozudos economistas del Fondo comprendieran, por lo menos, que una política fiscal expansiva puede ser muy eficaz para promover el crecimiento del producto, comprenderían que los países pueden superar una crisis de la deuda simplemente endeudándose aún más.

¿Recuerdan al gurú económico del ex Presidente de Estados Unidos Ronald Reagan, Arthur Laffer, que sostenía la teoría de que reduciendo las tasas impositivas el país lograría un crecimiento económico de tales proporciones que el ingreso tributario aumentaría en realidad?

Con argumentos bastante parecidos, algunos críticos del FMI —desde el economista ganador del Premio Nobel Joseph Stiglitz hasta la entidad filantrópica Oxfam— sostienen que, manteniendo un déficit fiscal en medio de la conmoción producida por la deuda, un país puede lograr un crecimiento económico de tal magnitud que estará en condiciones de mantener esos altos niveles de deuda.

Se presume que los acreedores comprenderán este argumento y entregarán alegremente los fondos adicionales necesarios. Problema resuelto, caso concluido. A decir verdad, ¿qué necesidad habría jamás de austeridad?

Huelga decir que la reducción de impuestos dispuesta por el Presidente Reagan en los años ochenta no se tradujo en un aumento del ingreso tributario, sino en un déficit de gran escala. Por razones similares, no existe una poción mágica para los países deudores en dificultades. Los prestamistas simplemente no se dejan persuadir por argumentos de ese género.

Aún más absurda es la idea de que los países deben bajar las tasas de interés —en lugar de elevarlas— para hacer frente a las crisis de la deuda y a las crisis cambiarias.

Cuando los inversionistas temen que esté aumentando la probabilidad de que un país incurra en cesación del pago de sus deudas, lo lógico es que, para contrarrestar ese riesgo, exijan tasas de interés más altas, y no más bajas.

Y cuando los ciudadanos de un país pierden la confianza en su propia moneda exigen una prima mayor para aceptar instrumentos de deuda denominados en dicha moneda o para mantener sus depósitos en los bancos nacionales.

No es sorprendente que, prácticamente en todos los países que experimentaron crisis de la deuda en la última década —desde México hasta Turquía—, las tasas de interés subieran como la espuma aun cuando se permitiera la flotación de sus monedas frente al dólar.

Es lícito discutir hasta qué punto debe permitirse la subida de las tasas de interés para hacer frente a ataques especulativos contra la moneda.

Cuanto más altas son las tasas de interés mayores son las tensiones que sufre la economía y más numerosas las quiebras y las caídas de los bancos; son casos clásicos los de México en 1995 y Corea de Sur en 1998.

Además, como en la mayoría de los países en crisis se da una considerable "dolarización de los pasivos" —en otras palabras, una gran proporción de los prestamos están denominados en dólares— una reducción excesivamente pronunciada del tipo de cambio también es causa de quiebras; el caso de Indonesia en 1998 no es más que un ejemplo entre otros muchos.

Los gobiernos deben establecer un delicado equilibrio de corto a mediano plazo, al determinar con qué rapidez han de reducir las tasas de interés respecto a los niveles de épocas de crisis. Como mínimo indispensable, quienes critican las tácticas del FMI deben reconocer la dificultad de esas soluciones de compromiso.

La opinión simplista de que todo puede resolverse simplemente adoptando medidas más flexibles, "que favorezcan el empleo", como la reducción de las tasas de interés y la expansión fiscal, es peligrosa y además ingenua en un contexto de turbulencia financiera.

Fanáticos de los controles de capital

Aunque en los medios de difusión las crisis monetarias y las operaciones de rescate financiero son los aspectos dominantes de la cobertura del FMI, gran parte de la labor de rutina del organismo consiste en un diálogo permanente con sus 184 países miembros.

En el marco de los programas de supervisión del Fondo, los técnicos de la institución visitan regularmente dichos países y se reúnen con las autoridades económicas para analizar la mejor forma de lograr un crecimiento económico sostenido y tasas de inflación estables.

Por lo tanto, en lugar de juzgar al Fondo exclusivamente por la eficacia de las medidas que adopta para hacer frente a crisis financieras, los críticos deberían considerar sus continuas recomendaciones para tratar de ayudar a los países a evitar problemas.

A este respecto quizá el tema más polémico sea el referente a las recomendaciones sobre la liberalización de los movimientos internacionales de capital, es decir, sobre la rapidez con que los mercados emergentes deben abrir de par en par sus mercados financieros internos, dotados en muchos casos de fuertes mecanismos de protección.

Críticos tales como el economista de la Universidad de Columbia Jagdish Bhagwati, han señalado que el celo con que el FMI promueve la libre circulación de capitales en el mundo sembró inadvertidamente las semillas de la crisis financiera de Asia.

En principio, si los bancos y las empresas de los mercados emergentes asiáticos no hubieran podido endeudarse libremente en moneda extranjera no habrían acumulado enormes deudas de ese género, los acreedores internacionales no habrían exigido el reembolso en momentos en que se estaba agotando la liquidez y se estaban encareciendo las divisas.

Pese a que durante la crisis de Asia yo no trabajaba para el FMI, la impresión que extraje de la lectura de documentos archivados y de mis conversaciones con veteranos de la institución es que, si bien esta acusación goza de cierto predicamento, las recomendaciones del Fondo fueron más eclécticas a este respecto de lo que admite la mayoría de los críticos.

Por ejemplo, en los meses que precedieron al colapso de la moneda tailandesa, en 1997, en los informes del FMI sobre esa economía se describían en términos drásticos los riesgos de liberalizar los flujos de capital manteniendo, al mismo tiempo, un tipo de cambio fijo de la moneda nacional (el baht) frente al dólar de EE.UU.

Como describe vívidamente Blustein en The Chastening, las autoridades tailandesas hicieron oídos sordos a esas advertencias, confiando en que Bangkok se convertiría en un centro financiero, como Singapur.

En última instancia, el baht tailandés sucumbió a un ataque especulativo de gran envergadura. Naturalmente, en algunos casos —los más famosos son los de Corea del Sur y México— el Fondo no alertó a los países en forma suficientemente categórica sobre los peligros que implicaba la apertura a los mercados internacionales de capital antes de que los mercados financieros internos y sus autoridades reguladoras estuvieran preparados para hacer frente a la consiguiente volatilidad.

Independientemente de cómo se distribuyan las culpas por las crisis financieras de las dos últimas décadas, abundan los errores de concepto acerca de las virtudes y defectos de la liberalización de los mercados de capital.

En primer lugar, es lisa y llanamente un error concluir que los países con mercados de capital cerrados estén en mejores condiciones para capear el temporal en los mercados financieros.

Hay que reconocer que las economías relativamente cerradas de China e India no contrajeron la "gripe asiática", o por lo menos no se trató de casos especialmente graves.

Pero tampoco lo fueron los casos de Australia y Nueva Zelandia, países que se ufanan de haber liberalizado radicalmente sus mercados de capital. ¿Por qué? Porque los mercados financieros internos muy desarrollados de esos dos países estaban sometidos a una regulación sumamente adecuada.

El peligro más grave acecha en el término medio, especialmente en el caso de las economías —muchas de ellas de Asia oriental o América Latina— en las que la debilidad y la falta de desarrollo de los mercados financieros se acompañan de una insuficiente regulación.

Además, un país necesita ingresos de exportación como respaldo para hacer frente a los pagos de su deuda externa, y las industrias de exportación no brotan de la noche a la mañana.

Por ese motivo, los riesgos que conlleva incurrir en problemas de financiamiento externo son mayores para los países que liberalizan plenamente sus mercados de capital antes de abrirse considerablemente a los flujos comerciales.

De hecho, las economías con sectores comerciales pequeños pueden tener dificultades aunque su nivel de endeudamiento parezca moderado. Este problema ha atormentado repetidamente a los países de América Latina, en los que el comercio exterior está relativamente restringido por políticas autárquicas, que se combinan con una ubicación remota.

Quizá la prueba más elocuente de la conveniencia de liberalizar los mercados de capital sea que, pese a las perturbaciones financieras internacionales de la ultima década, la mayor parte de los países en desarrollo sigan tratando de liberalizar sus mercados de capital como objetivo a largo plazo.

Son sorprendentemente pocos los países que han dado marcha atrás al proceso de liberalización financiera y de la cuenta de capital. A medida que la economía nacional se va desarrollando, sobre todo en lo tocante al nivel de negociación y a la amplia utilización de sus instrumentos financieros, los responsables de la política económica buscan tenazmente la manera de convivir con mercados de capital abiertos.

Las enseñanzas de los enérgicos y fallidos intentos de los países europeos de regular los flujos internacionales de capital en los años setenta y ochenta parecen estar siendo asimiladas cada vez más por los países en desarrollo.

Incluso China, que durante mucho tiempo fue el modelo predilecto de fuerte crecimiento económico para los entusiastas de los controles de capital, se ha propuesto como objetivo cardinal a largo plazo una mayor apertura hacia los mercados de capital.

Las autoridades económicas comprenden que una cosa es convertirse en una economía de US$1.000 per cápita como lo es China en la actualidad y otra mantener ese desempeño estelar en materia de crecimiento económico y algún día lograr ingresos per cápita de US$20.000 a US$40.000 como los países industrializados. Para ello, China necesitará, en ultima instancia, un mercado de capitales de categoría mundial.

Aunque, como norma universal, estamos asistiendo a un continuo proceso de aproximación a una mayor movilidad del capital, una absoluta e irrestricta movilidad del capital a escala mundial no constituye necesariamente el resultado óptimo a largo plazo.

Los controles temporales a la salida de capital pueden ser importantes para hacer frente a algunas crisis financieras modernas y, al mismo tiempo, a los países que registran un aumento repentino de la afluencia de capital puede convenirles establecer diversos tipos de impuestos que no graven excesivamente esa afluencia.

Chile es el ejemplo clásico de un país que parece haber utilizado con éxito impuestos sobre la afluencia de capital favorables para el mercado, aunque persiste un acalorado debate acerca de su eficacia.

Sea como fuere, la comunidad internacional debe encontrar la manera de atemperar las corrientes de deuda y al mismo tiempo promover las inversiones de capital y las inversiones extranjeras directas tales como las inversiones físicas en instalaciones y equipo.

En los países industrializados, los daños de una caída del 20% en los mercados bursátiles se reparten automáticamente, de forma bastante amplia, entre toda la economía; en cambio en los países que basan su financiamiento en la deuda externa, un súbito cambio de actitud de los inversionistas puede generar desastres.

No obstante, las autoridades financieras de los países en desarrollo deben considerar con cautela los controles de capital, sin pensar que son una solución fácil.

Los controles "temporales" pueden arraigarse muy fácilmente, ya que las fuerzas políticas y las presiones presupuestarias hacen difícil eliminarlos. Invitados a la mesa del almuerzo, los controles de capital tratarán de quedarse también a cenar.

Un buen negocio mundial

¿La comunidad internacional debe simplemente desechar la política de movilidad mundial del capital y recomendar a los países que cierren sus fronteras? En una perspectiva que abarque el resto del siglo XXI, ¿el mundo realmente quiere adoptar una política de más estricto aislacionismo financiero?

Quizás el mayor desafío que enfrentan los países industrializados en este siglo es el que representa el extraordinario envejecimiento de su población.

Teniendo en cuenta este factor, ¿no sería más conveniente que los países ricos buscaran mecanismos eficaces para invertir en países en desarrollo mucho más jóvenes, y luego utilizaran el producto de esas inversiones para brindar asistencia económica al creciente número de jubilados?

Además, debemos admitir que los países en desarrollo del mundo necesitan sin dilación financiamiento para inversiones y educación, por lo cual el comercio exterior sería beneficioso para ambas partes: todos ganarían.

Es cierto que las crisis de la deuda recurrentes que ha sufrido el mundo en desarrollo han atemperado esa conclusión, pero la integración financiera puede ser enormemente beneficiosa. Una retirada en toda la línea difícilmente será la solución.

¿Puede ayudar el FMI? Ciertamente.

El Fondo constituye un foro clave para el intercambio de ideas y prácticas óptimas. Indudablemente se podría dejar de lado esas consideraciones y suprimir el FMI, como desean algunos detractores más extremos de la institución, pero con ello no se resolvería ningún problema fundamental.

Este mundo cada vez más globalizado seguirá necesitando un foro económico mundial. Incluso hoy día, el FMI sigue siendo un foro de ese tipo para el diálogo y el debate en torno a un nuevo procedimiento internacional de quiebra que pueda atenuar el caos resultante de la insolvencia de los países deudores.

Además, el FMI, o algún organismo multilateral similar, parece ser un mecanismo esencial para dar solución a muchos otros problemas.

Por ejemplo, el actual sistema de multiplicidad de regímenes cambiarios parece demasiado inestable como para sobrevivir en el siglo XXII.

¿Cómo realizará el mundo la transición hacia un sistema más estable y coherente? Se trata de un problema mundial, y para enfrentarlo se requiere la perspectiva global que el FMI puede ayudar a proporcionar.

¿Y qué decir de la pobreza?

A este respecto, al organismo hermano del FMI, el Banco Mundial, con su enfoque microeconómico y social y la escala consiguientemente mucho mayor de su personal, le ha sido confiado con acierto el papel de institución orientadora.

No obstante, los países pobres del mundo en desarrollo siguen enfrentando importantes desafíos macroeconómicos.

Por ejemplo, aunque se aumente la asistencia, las autoridades de los países con mercados emergentes tendrán que hallar la manera de dar un vigoroso impulso a la producción interna.

Quizá los países pobres no necesitarán el asesoramiento específico del FMI en materia macroeconómica, pero sí necesitarán algo muy similar.

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