"La bendición del Presidente"

POR EDGAR BRAU (*) "Cuando suena el primer tiro, la gente más humilde sale al patio de sus casas o a las veredas y permanecen allí, aguardando. Aquellos que tienen hijos acomodan un banco y hacen que los niños se sienten en él, al aire libre (...) Y cuando un rato después los disparos cesan, todos empiezan a preguntarse quién será el afortunado que logró ser herido por el Presidente..."

La residencia de nuestro Presidente se halla ubicada en el centro mismo de la Capital, y la rodean, a manera de anillos protectores, dos o tres cuadras de lujosas mansiones, a partir de las cuales la modestia de las viviendas se acelera extraordinariamente: a unas cinco cuadras ya son del todo humildes; en la periferia, misérrimas.

Circunda el edificio, casi centenario y de rica ornamentación italiana,
un geométrico jardín salpicado de macizos, el cual atrae, desde hace un
tiempo, las miradas y los murmullos de la población, ya que una extraña
ceremonia se desarrolla en sus avenidas cada noche. En efecto: apenas concluye la cena, el Presidente sale al jardín acompañado por un edecán, quien lleva en sus manos una bandeja de plata con un revólver encima. Al llegar al inicio de la avenida principal, el edecán le presenta la bandeja al Presidente, que entretanto se ha colocado unos guantes de seda. El Presidente toma el arma, la examina, la aprueba, y luego, mientras comienza a caminar en torno del edificio, dispara hacia arriba con ella. Regulares, casi cronometradas son las pausas entre disparo y disparo, y el Presidente sólo se detiene para que el edecán cargue el arma una vez que su tambor se ha vaciado.

Cuando suena el primer tiro, la gente más humilde sale al patio de sus casas o a las veredas y permanecen allí, aguardando. Aquellos que tienen hijos acomodan un banco y hacen que los niños se sienten en él, al aire libre. Los lisiados, a su vez, que para evitar cualquier retraso se han instalado en sus lugares un rato antes, matizan la experiencia con el recitado en voz baja de ciertas plegarias propiciatorias. Y cuando un rato después los disparos cesan, todos empiezan a preguntarse quién será el afortunado que logró ser herido por el Presidente...

De inmediato el vecindario acudió a la casa donde permanecía el
automóvil y en cuyo interior, rebosante de los vecinos más próximos y de los parientes que se habían anticipado a la llegada de la familia, la madre de la niña ya se prodigaba en describir las atenciones recibidas en un sanatorio de lujo, en explicar la beca que el Presidente le había otorgado a su hija, en mostrar los regalos. Su esposo, entretanto, les contaba a los cada vez más sorprendidos visitantes las características de su nuevo trabajo, que formaba también parte de las compensaciones por el accidente de la niña. Y la presencia del chofer de uniforme, que sonriente bebía un refresco, parecía acentuar aún más el esplendor de lo que enumeraban los aturdidos padres.

Cuando más tarde el automóvil se retiró, los vecinos abandonaron
silenciosamente la modesta casa; los mayores aparecían pensativos. Y aun cuando nadie dijo una palabra, esa misma noche numerosos niños miraban obligadamente las estrellas, mientras por lo bajo sus padres rogaban que fueran alcanzados por la "bendición" del Presidente. Una breve pausa se produjo entonces en la rutina de los disparos: el tiempo que necesitaron los consejeros presidenciales para persuadir a su jefe de la conveniencia de utilizar políticamente esa expectativa.

Otros casos, pues, se presentaron con los meses, algunos fatales. Hubo incluso por ahí uno que otro intento de fraude (ciertos padres herían a propósito a sus hijos), los cuales cesaron cuando el Presidente empezó a usar balas con un sello a prueba de falsificaciones.

Más adelante, cuando al ser herido un mendigo se creó la categoría Adultos, debió crearse también una oficina para atender los reclamos de quienes se sentían perjudicados de alguna forma. Hace poco, por ejemplo, se presentó un grupo de vecinos para denunciar a ciertos aprovechados que alquilan el jardín de sus casas a gentes que viven en los suburbios y que deben pagar por minuto de estadía. Enterados de la denuncia y de que más tarde o más temprano serán desalojados, aquellos improvisados inquilinos han exigido a su vez el uso de un revólver cuyo alcance sea superior al que suele usar el Presidente.

Pero hasta ahora no se anunció ninguna novedad al respecto, aunque se ha decretado, sí, que los jóvenes de familias acomodadas (compiten
entre ellos por exponerse a las balas) que resulten heridos no recibirán
ninguna recompensa. Se prohibió asimismo la venta de ciertos talismanes que supuestamente atraen las balas.

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(*) "La bendición" Estraído de El Viaje
METZENGERSTEIN Ediciones - Buenos Aires, 1998

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