Superpoderes y Subpoderes: El verdadero problema

Antes que nada, se necesitan ciudadanos que quieran ser gobernados por procedimientos institucionales; esto es, que respeten las decisiones sólo porque derivan de un procedimiento legítimo, aunque intuitivamente parezcan equivocadas.

CIUDAD DE BUENOS AIRES ( Exante). En los últimos 10 días, el Senado de la Nación fue el escenario de debates muy trascendentes para la definición de los roles institucionales básicos de dos poderes del Estado, el Ejecutivo y el Legislativo. El tono fue muy subido y el punto en discusión fue cuál es la verdadera división de incumbencias entre esos dos poderes, en dos áreas esenciales: la legislación de emergencia y la determinación del presupuesto nacional.
Un dato relevante es que el oficialismo tiene mayoría absoluta en el Senado, por lo que el desarrollo del debate no tenía ni la más mínima chance de alterar el seguro triunfo en las votaciones de los dictámenes del gobierno, sin alteración alguna de sus contenidos. Eso promovió, tal vez, un debate más sincero.
El buen funcionamiento del Estado requiere de un acuerdo cooperativo entre sus dos poderes de gobierno, pues ambos gobiernan, aunque lo hacen a través de medios diferentes. Lo que se está discutiendo es qué medios son exclusivos de cada uno y dónde se establece el límite de incumbencias entre ambos.
En materia legislativa, el Ejecutivo tiene funciones, así como en materia de gobierno las tiene el Legislativo. No son dos poderes independientes, como sí lo es la Justicia, sino que comparten responsabilidades y eso los obliga a buscar entendimientos entre sí. Esto no quiere decir que no puedan existir conflictos y discrepancias entre los dos poderes de gobierno, pero éstas deben ser la
excepción dentro de un clima de cooperación.
¿Qué funciones de gobierno tiene el Congreso? Cada vez que sanciona una ley, establece políticas generales que generan responsabilidades y derechos, distribuyen recursos, etc.
Eso también es gobernar, pues es alterar las conductas de los ciudadanos en determinado sentido. Cuando se fija un subsidio a la inversión de las PyMEs, por ejemplo, independientemente de que una PyME alcanzada deba recurrir a organismos del Ejecutivo (secretaría de Industria, AFIP, etc.) para tramitar su beneficio, la política general que la autoriza a ello la habrá fijado el Congreso y es sólo la ejecución del caso particular lo que corresponde al Ejecutivo.
Este ejemplo muestra por qué ambos poderes son poderes: es porque ambos generan cambios y conductas en terceros. Y también enseña por qué deben actuar
cooperativamente: porque de otro modo la política en cuestión no llega a materializarse. La diferencia de roles tiene que ver, fundamentalmente, con las diferencias que existen entre las decisiones estratégicas y generales, las que exigen una discrecionalidad de tipo política, y las decisiones de ejecución administrativa de esas políticas generales, lo que exige un grado de discrecionalidad ejecutiva, de gerenciamiento, vinculada a la adaptación de reglas
generales a condiciones contingentes particulares.
El caso argentino es bien diferente de lo que prevé esta forma republicana de gobierno. Y no, como se sugiere muchas veces con ligereza, porque el Presidente de turno se exceda en su ejercicio del indiscutible presidencialismo que prevé nuestra Constitución. Sino porque la cultura política argentina carece de esa autocomprensión de ambos poderes como coresponsables del gobierno.
Los miembros del Congreso se perciben a sí mismos, la mayoría de las veces, como un conjunto selecto de ciudadanos legitimados para asumir una responsabilidad testimonial de excepción. La utilizan a favor del Ejecutivo, cuando están en el oficialismo, o a favor de la limitación del Ejecutivo por medio de las reglas constitucionales y los derechos generales en abstracto, cuando están en la oposición.
Por eso, en nuestro medio, lo cotidiano es el conflicto entre estos dos poderes, ésa es la norma. La cooperación es la excepción, prácticamente no existe, salvo en situaciones muy críticas. Y esto atenta en contra de la capacidad de la Argentina de tener políticas de largo plazo. No podemos tenerlas jamás, sin comprender que ambos poderes deben cooperar.
Consideramos las cosas al revés: creemos que es el gobierno de turno el que debe fijar las políticas estratégicas. Por ello, cuando el gobierno se va, esas políticas cambian y vienen otras. No importa que hayan sido instrumentadas formalmente mediante leyes. Esos es sólo formal. Cuando viene otro gobierno, cambian nuevamente todas las leyes. (A veces, cuando el cambio de gobierno es muy radical, como ocurre ahora, hasta se pretende cambiar toda la jurisprudencia también.)
Analicemos lo sucedido estos días con la discusión de los llamados "superpoderes". La Constitución Nacional quiere que el Ejecutivo (a través del Jefe de Gabinete de Ministros) ejecute su plan de gobierno con sujeción a un Presupuesto establecido por Ley del Congreso. Éste debe "fijar" gastos en base al "programa general de gobierno y al plan de inversiones públicas" que le eleve el JGM.
Una vez aprobado el Presupuesto, el JGM lo "ejecuta" y, con él, ejecuta su plan de gobierno. Es decir, el plan de gobierno debe ejecutarse con la mediación de una previa aprobación (y posterior control) legislativo. No está prevista la ejecución de un plan de gobierno de parte del Poder Ejecutivo sin la intervención aprobatoria del Congreso. Un plan de gobierno que no se sujete a estas limitaciones implica un plan de gobierno de uno solo de los dos poderes que comparten las
responsabilidades de gobierno.
Ahora bien, la oposición reivindica con razón estas facultades compartidas que le
corresponden al Parlamento, pero lo hace principalmente recurriendo al texto
constitucional, no a su propia práctica de ejercicio del poder que pretende serle arrebatado.
No queda claro, en efecto, que lo que reivindique para sí sea la facultad de gobernar a través de la sanción del Presupuesto, sino más bien parece que reivindica la facultad de no ser ignorado del todo en la aprobación formal de ese proceso. Existen beneficios que se derivan de dar una aprobación formal, claro está, pero son muy menores en comparación con los que podría implicar el verdadero ejercicio del poder de gobernar. Los costos de ambas operaciones, es evidente, también son muy distintos.
El oficialismo parlamentario, por su parte, no reclama lo que no desea, a saber, esa facultad de gobernar. Ya la ejercen sus partidarios desde el Ejecutivo y se da por conforme con eso.
No sienten sus miembros que, como legisladores, les corresponda nada propio en ese ejercicio de gobierno que es la sanción anual del Presupuesto.
Sin embargo, lo que sus partidarios en el Ejecutivo no pueden hacer es lo que sólo el Congreso puede hacer, a saber, gobernar mediante políticas generales de largo plazo.
Nótese simplemente que el grado de cambio ideológico que sufre el Congreso con el correr de los años es muy inferior al que sufre el Ejecutivo, dada la composición colegiada y por minorías que define a aquél. Pero esa facultad estratégica, en realidad, no la reclama ningún legislador, ni oficialista, ni opositor, y no lo hacen ni lo hicieron en éste ni en ningún otro gobierno anterior.
El Legislativo argentino no se siente parte del gobierno de la Nación, sino sólo "caja de resonancia" (ésta es una metáfora que muchas veces se escucha) de las discusiones políticas. Y, en casos extremos, testigos privilegiados para acceder a la
Justicia en nombre de la Constitución o los derechos generales, con la pretensión de ser más escuchados de lo que lo es un ciudadano común, un privilegio que tampoco les corresponde legítimamente.
El gobierno actual, justicialista como es, pone el énfasis en que "la única verdad es la realidad" y quiere cristalizar esta práctica argentina en una ley, sin más vueltas ni formalismos estériles. Por eso la acusación que más se escuchó de labios de Alberto Fernández fue la de "hipócritas".
El presidencialismo, para el gobierno actual, es un hecho positivo y no tiene sentido complicarlo con trabas formales. El Congreso es una extensión
formalizadora de las decisiones del Ejecutivo de turno y debe responder a las fuerzas políticas de éste.
Ni las personas que ocupan el Ejecutivo ni las que ocupan cargos en el Legislativo tienen razón en actuar así, pues están interpretando mal el sistema republicano de gobierno. Pero la cultura política de la dirigencia argentina es así. El problema es que este sistema argentino de gobierno lleva indefectiblemente al fracaso, porque nadie piensa ni instrumenta políticas, sólo actos de gobierno.
Los "superpoderes" que el Congreso le están otorgando al gobierno en estos días consisten básicamente en tres potestades:
a) unificar en una sola cuenta por finalidad de gasto (de $94 billones en el Presupuesto 2006) lo que actualmente se divide en cinco cuentas distintas
(que van de $6 billones a $60 billones);
b) borrar la diferencia que se suele establecer entre gastos corrientes ($81 billones) y gastos de capital ($13 billones); y
c) borrar la "línea" que divide "arriba de la línea" los gastos ($94 billones) y "debajo de la línea", las aplicaciones financieras ($67 billones).
Eliminar la sujeción del Ejecutivo a estas tres grandes divisiones de autorización del gasto público es ampliar sus facultades, incluso de manera excesiva. Pero, ¿cambiaría en algo la práctica política el no hacerlo? Definitivamente, no. Éste es el mayor problema institucional, no el otorgamiento de superpoderes.
Cuando se menciona la falta de seguridad jurídica y su negativa influencia sobre la economía, en realidad se debería enfatizar en que lo que más hace falta no es la seguridad jurídica, sino las políticas de largo plazo. Faltan horizontes que duren más allá de lo que dura la capacidad de un solo hombre de mantenerse con poder.
Y esto no se resuelve ampliando la fuerza de un hombre a la de un matrimonio, ni a la de un grupo compacto de amigos aliados, ni a la de una generación consustanciada con valores y proyectos comunes.
Se requiere del pasaje de una forma de gobierno mediante actos de poder a una forma de gobierno mediante procedimientos institucionales.
Se necesita también, consecuentemente, de ciudadanos que quieran ser gobernados por procedimientos institucionales, esto es, que respeten las decisiones sólo porque derivan de un procedimiento legítimo, aunque intuitivamente parezcan equivocadas.
La intuición que dominaba a gran parte del pueblo argentino hacía creer que el tribunal de La Haya nos daría la razón. Sin embargo, la derrota fue aplastante. ¿Qué habría sucedido si en lugar de La Haya hubiera fallado así un tribunal argentino? Ya estaría destituido y defenestrado.

Dejá tu comentario