"LA CONEXIÓN BOGOTÁ"

Tiros, dólares y polis: Colombianos sueltos en Buenos Aires

Mucho se habla de la 'frontera porosa' de la Argentina democrática: terrible en días de Carlos Menem, puerta de ingreso a los 2 megaatentados terroristas y origen de un negocio informático que terminó en escándalo; delirante en el bochorno K que, con la excusa de la pseudo 'amistad latinoamericana' redujo controles al contrabanco y el narcotráfico. Sin embargo, más grave aún es la destrucción del sistema judicial (con normas laxas que sorprenden a los propios extranjeros que ingresan para delinquir) y policial (pérdida de profesionalismo, ausencia de inteligencia criminal y tolerancia con la corrupción). Al respecto, más que recomendable la lectura de "La Conexión Bogotá - Crónicas de la red mundial de ladrones colombianos que se instaló en la Argentina" (Ediciones del Empedrado), que escribió Nahuel Gallotta. Aquí un fragmento del arranque de la investigación:

por NAHUEL GALLOTTA

Pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum.

El man bajó la pistola 9 milímetros, se dio vuelta y preguntó:

-¿Cuánto?

-Siete segundos, nueve décimas -respondió el que se encargaba de tomar el tiempo, sin sacar sus ojos del cronómetro del iPhone.

Entregó el arma y aclaró, mientras bebía un sorbo de whisky sin hielo, que si lo hubieran dejado disparar con las 2 manos, seguro tardaba menos, y se sentó junto al resto. El próximo ya estaba preparado para escuchar la orden y gatillar.

Pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum, pum.

La pileta comenzaba a llenarse de vainas.

Era un viernes por la noche de 2009 en un hotel del centro de Buenos Aires. En el salón de usos múltiples, algunos de los 50 colombianos que vivían en el lugar competían por ver quién vaciaba el cargador de una pistola 9 milímetros en el menor tiempo posible. El que perdía, más tarde, debería pagar las putas.

Una de las bandas que paraba en el hotel, formada por 12 personas, acababa de llegar de Rosario en 3 autos alquilados. En 3 días de trabajo se habían hecho de $ 200.000 (unos US$ 50.000) para cada uno. En una de las casas en las que habían entrado a robar, además de joyas y dólares, encontraron una valija con armas de todo tipo (cortas, largas y de guerra) y otra en la que solo había municiones. Eran las mismas que ahora volaban por el cielo del centro de Buenos Aires, a pocas cuadras del Departamento Central de la Policía Federal Argentina.

La excusa para reunirse era el cumpleaños de uno de ellos, pero todos querían celebrar lo bien que les estaba yendo en la Argentina. por esos días, hasta habían robado joyas del Vaticano en una convención de joyeros. Ese era el verdadero festejo: haber encontrado una plaza en la que se ingresaba sin visa, se hablabla el mismo idioma, estaba a solo 6 horas de Bogotá, la policía era muy permeable y en caso de ser detenidos sabían que podían acordar su libertad a cambio de dinero. Pero lo más importante estaba en las casas y departamentos de la ciudad, el Gran Buenos Aires y sus provincias limítrofes: allí encontraban dólares y joyas como en pocos destinos del mundo. Los rumores ya habían llegado a los barrios bajos de Bogotá y a las distintas ciudades en las que había ladrones colombianos.

Eran:

-La plata está en Buenos Aires.
-en Argentina cualquier gil sale de una financiera con plata.
-Los argentinos no confían en los bancos y guardan sus ahorros debajo del colchón.

El panorama que pintaban los primeros que se instalaron hacía que cada vez vinieran más. El comentario sonó en Europa, Asia y Estados Unidos: buena parte de la famosa Vieja Guardia, esa cúpula con décadas de experiencia en robos internacionales, tenía un nuevo destino.

La plaza había sido descubierta por casualidad: los primeros ladrones colombianos llegaban a Buenos Aires para retirar una documentación falsa, que les permitiría ingresar a Malasia, Japón y Hong Kong como ciudadanos venezolanos, mexicanos o ecuatorianos. En esos tres o cuatro días de escala en la ciudad salían a robar para los viáticos que necesitarían en Asia.

Los primeros robos fueron en los aeropuertos de Ezeiza y Aeroparque. Se traían valijas sin que los pasajeros lo notaran o seguían a alguna víctima y lo asaltaban en la autopista, bajo la modalidad de pincharruedas, nunca antes vista en el país. Otros, ingresaban a la recepción de los hoteles más caros y sin que nadie se enterara se retiraban con equipaje de los turistas. Después del mediodía optaban por robar ruedas o señalar a víctimas que salían de financieras. Se movían en autos legales, alquilados. A la noche llegaba la hora de los puerteros, esos hombres con cursos de cerrajería en su haber, para abrir puertas de todo el mundo. Estos botines los fueron enamorando: Argentina podría ser algo más que la simple escala para ir a robar a Asia, y los que preferían partir desde Brasil comenzaban a cambiar de ruta. En Argentina, en 3 o 4 días, se podía hacer lo del auto, lo del hotel, lo de las primeras comidas y todos los gastos que se deben cubrir ni bien se llega a Asia.

Las escalas estipuladas en el mundo eran muchas: a Italia se llegaba desde Venezuela. Por Marruecos ingresaban a España. El sueño americano de robar en Estados Unidos comenzaba en México. Pero ninguna había dejado tanto dinero como Argentina. Además, no había riesgos: era casi imposible perder el vuelo a Asia. La ley local permitía dejar en libertad a las 24 horas a todo ladrón que actuara sin armas. Así, con esos rumores, con esos botines que no dejaban de sorprenderlos y gracias a una legislación flexible que les permitía moverse con cierta impunidad, las escalas comenzaron a hacerse más extensas: se pasaban entre 15 y 20 días en Buenos Aires. Y ya había ladrones que venían a la capital argentina para radicarse, desistiendo de viajar a otro continente.

Mientras afuera disparaban, en la mini discoteca que tenía el hotel sonaba salsa de la buena. Los parceros bailaban con sus parceras y el ex integrante de una fuerza de seguridad que regenteaba el lugar subía con los pedidos de cerveza, ron y whisky. Ese viernes, había cargado las heladeras como nunca antes. La llegada de los extranjeros había modificado los hábitos del hotel. No se dormía de noche y su bar trabajaba como cualquier discoteca.

En los platos de la mesa había cocaína y marihuana para que todo el mundo consumiera lo que quisiera, y las invitadas empezaban a llegar. Eran prostitutas de los cabarets más caros de la ciudad. Invitadas sin invitación. Regresaban solas, después de haber conocido el hotel llevadas por sus huéspedes. Sabían que allí, además de cobrar en dólares y tomar cocaína de una pureza que nunca habían probado, les regalaban carteras, relojes, ropa, cámaras de fotos, perfumes y todo lo que los ladrones encontraban en las casas. Se aparecían sin que las llamen: sabían que en cualquiera de los 5 pisos del hotel podían encontrarse con clientes que solo en propinas le dejaban más de lo que ganaban en una noche de cabaret. Y que a cualquier hora, cualquier día de la semana, alguna banda podía estar de festejo. También estaban las "amigas" argentinas, que los delincuentes conocían de bares de los barrios de Once, San Cristóbal, San Telmo y Congreso. Allí entraban, trataban con los encargados y les ofrecían una suma fija en dólares para consumos. A cambio de cerrarlo para ellos, no podía ingresar nadie que no perteneciera a la comunidad, por más buen cliente o habitué del lugar que fuera.

Cada vez que llegaban los colombianos, los hombres de seguridad debían echar a todos menos a las argentinas más bonitas que se encontraban en el lugar. Ellas pasarían a presenciar escenas de una película hecha realidad: ladrones de otras tierras le daban órdenes al DJ sobre la música que debía pasar, mientras consumían cocaína peinada en las barras, bebían whiskies de ediciones limitadas y dejaban propinas en dólares a las camareras y barmen. Las armas que llevaban se guardaban debajo del mostrador.

Esa noche de fines de 2009, la comida estaba a cargo de la Señora, que había montado un restaurante en el 1er. piso. Todo lo cobraba $20: el desayuno, el almuerzo, la cena. Los menús incluían comidas típicas de Colombia. Las bandas la llamaban cuando terminaban de robar y le encargaban platos, cuestión de que estén listos para la hora de regreso.

La Señora había llegado al país porque uno de sus hijos estaba en silla de ruedas, recién herido de bala por un argentino al que luego asesinarían, y le propuso al dueño del hotel cocinar a pedido en su habitación para poder seguir pagándole el alquiler. Era muy querida por todos. Algunos, hasta le dejaban sus ahorros antes de salir de fiesta. Le confesaban que si los llevaban encima se los gastarían en más droga, más alcohol y más mujeres. Todo lo guardaba en la caja fuerte que tenía su habitación. Cuando pasaban a retirar el dinero, le dejaban una propina o algún regalito que acababan de robar. Con las empleadas de limpieza ocurría algo parecido. Si los ladrones estaban ganados y las cruzaban en los pasillos del hotel las llamaban para hacerles obsequios o regalarles dinero. Lo hacían convencidos de que esa gente, como la cocinera y las empleadas domésticas o personas en situación de calle con las que también eran solidarios, pasarían a rezar por ellos y a desearles buenas energías para sus próximos robos. Es una costumbre que se repite en el mundo, y en el rubro de la delincuencia internacional colombiana es llamada la liga.

Ese viernes que sonaban disparos como si fuese Navidad o Año Nuevo, debió haber sido la única noche del año en que nadie salió a robar. Ni las bandas que ingresaban a los departamentos, ni las mujeres que podían llegar a traerse hasta 90 teléfonos celulares en una recorrida por las discotecas porteñas. También se había quedado el ladrón solitario que robaba iPhones en bares y restaurantes que luego vendía por $6.000.

En la mañana del sábado, en el hotel quedaba la mitad de los delincuentes. Los que estaban con sus parejas se habían ido, y otros se encerraban en sus habitaciones con las prostitutas. En el 1er. piso, los que todavía seguían consumiendo tragos y cocaína, hablaban de cuáles serían las próximas convenciones de joyeros en el mundo, de cómo podrían viajar a robar en el Mundial de Sudáfrica 2010, de los próximos eventos a los que irían por celulares y billeteras -como los conciertos de AC/DC en River, la Creamfields y el Rally París-Dakar-, y de destinos dentro y fuera de Argentina: se venía el verano y viajarían a trabajar a Mar del Plata, Punta del Este y Río de Janeiro.

Como las balas que habían traído de Rosario no se habían acabado, cada tanto salían al balcón o al SUM y disparaban. Desde esa noche y hasta la mañana siguiente, el ladrón que era fotógrafo profesional, los retrató con armas, mujeres y drogas. Otro asaltante tatuaba rosarios en cuellos y tobillos de sus compañeros. Se sentían impunes en ese hotel. Así como los narcotraficantes colombianos vivían y pasaban desapercibidos en Nordelta y barrios privados del norte del conurbano, los ladrones internacionales andaban por las calles de Congreso, Balvanera, Monserrat, San Telmo, Once o San Cristóbal, como si fuesen simples turistas.

Hasta que el dueño del lugar, un ex integrante de una fuerza de seguridad, cortó el clima de fiesta y subió al SUM con la noticia.

-Abajo está la Brigada. Quieren subir y no sé qué decirles. Vinieron por las llamadas de vecinos.

Algunos de los presentes casi no podían hablar de la cocaína que habían aspirado. Los corazones comenzaron a latir más rápido. Entonces uno tomó la voz de mando:

-Pregúnteles cuánto quieren para irse.

El hotelero bajó y habló con los que alegaban ser policías, que estaban de civil.

Desde el SUM todo el mundo corría a sus habitaciones, a guardar las armas en las cajas de seguridad. Hasta que llegó la respuesta. Ninguna de las 3 fuentes consultadas para recrear esta escena recuerdan el precio exacto, pero dicen que fue muy alto, y en dólares, porque "cuando uno está ganado no tiene problemas en pagar para que no molesten". Y en esos días, todos venían robando mucho. Cada uno puso su parte. El total superó los US$ 10.000.

El hotelero bajó, y al rato volvió con otra respuesta. Que todo bien. Que la fiesta podía seguir. Para festejar, el cumpleañero salió al balcón interno y volvió a vaciar un cargador.

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