PROPAGANDA DUE

Aramburu, Firmenich, Perón, Onganía y 'el Titiritero'

A 3 meses de terminar el juicio por Lesa Humanidad en Córdoba, y a 10 días del comienzo de los alegatos de la defensa, luego de 6 meses de leer las más de 500 declaraciones de los supuestos testigos que incluyen al ex jefe del ex ERP, Juan Arnold Kremer Balugano, apodado Luis Mattini (¿es cierto que dijo que sólo atacaron el Regimiento de Azul para hostigar y que fue una escaramuza?), los imputados denunciaron a la fiscal Filoniuk por su actividad en la "Escuela de Testigos" de las organizaciones de derechos humanos. Todo muy irregular, incluyendo que 5 imputados quedaron indefensos por fallecimiento de su abogado defensor en 2015, luego de 3 años de patrocinarlos y eso requería que se los apartara del proceso, según dicta la legislación, a lo que opusieron los magistrados. Se están juzgando tiempos tormentosos, cuando en muchas ocasiones lo que parecía, no era. Tiempos que comenzaron apenas asumió Héctor Cámpora y Juan Domingo Perón comprendió que se había equivocado, que 'el Tío' no era el personaje para la transición. Y, para colmo, el propio Perón había errado dándole alas a las 'formaciones especiales'. Quizá el error venía de antes, cuando Perón tomó contacto con gente de la logia Propaganda Due o P2, con su hipótesis de conflicto 'negros y rojos', o sea agitar los opuestos. A propósito, acaba de aparecer un texto sobre la experiencia en la Argentina e Italia del fallecido Licio Gelli, alias 'el Titiritero', y otros. Aquí un fragmento de "Propaganda Due - Historia documentada de la logia masónica que operó en la Argentina sobre políticos, empresarios guerrilleros y militares":

por CARLOS MANFRONI

Estaban hablando ahora de la Argentina, un tema que surgía una y otra vez a lo largo de los extensos interrogatorios a los que los miembros de la comisión parlamentaria que investigaba a la logia Propaganda Due sometían a funcionarios y ex funcionarios de la política, de las fuerzas armadas, de los carabineros y de las empresas. También a las viudas e hijos de las víctimas, que no eran pocas, y sus voces tenían una fuerza incontrastable.

No podía haber tarea más difícil que interrogar con éxito a Giulio Andreotti. Hacía tres años que había dejado de ser presidente del Concejo de Ministros de Italia –es decir, primer ministro, la máxima autoridad del gobierno- y nada podía asegurar que “el eterno Giulio” no volviera a serlo, como en efecto ocurrió en 1989, previo paso por el Ministerio de Relaciones Exteriores. Nadie en el Parlamento ignoraba que ese hombre temible, a pesar de su imperturbabilidad o, más bien, debido a ella, había construido su poder a costa de ocultar sus sentimientos y medir sus palabras, como le había enseñado su madre desde que era muy pequeño.

Aquella madre con la que nunca había intercambiado un beso, algo raro en cualquier lugar del mundo, pero extrañísimo en Italia. Cuando, ya adulto y famoso, le preguntaros si eso era cierto, lo reconoció y agregó un frío sarcasmo: que Judas daba besos y no era un sentimental. Su carácter extremadamente reservado había llevado a decir a su padrino político, nada menos que Alcide De Gasperi, el fundador de la Democracia Cristiana, que Andreotti era prudente como un viejo. Pero Alcide y Giulio no eran lo mismo. En el partido circulaba una humorada: cuando ambos iban juntos a la iglesia, mientras De Gasperi hablaba con Dios, Andreotti hablaba con el cura. Una metáfora, más bien, aunque no tanto. El propio De Gasperi, que años después de su muerte ingreso en un proceso de beatificación, había sostenido –con ironía crítica- que los demócrata-cristianos creían más en los curas que en Dios. El entramado de Propaganda Due pareció darle la razón, muchos años después.

Tina Anselmi, la diputada que presidía la Comisión P2, había interrogado ella misma al ex primer ministro –“presidente”, como también se le llama-, y después siguió el turno del diputado Alberto Cecchi. La última pregunta de Cecchi apuntaba a la cuestión de los desaparecidos en la Argentina. El diputado quería saber si Franco Foschi, que entre 1978 y 1979 fue subsecretario de Asuntos Exteriores de Giulio Andreotti, había encarado una gestión frente al gobernó argentino frente a los desaparecidos, con la mediación de Licio Gelli.

“Específicamente con el diputado Foschi o con el ministro de Relaciones Exteriores no he hablado” –comenzó Andreotti su inverosímil respuesta-. “Sin embargo –prosiguió-, cada vez que había posibilidad de tener contacto aquí, con argentinos, se daba intervención a Gali, que venía de parte de la embajada, para preparar los argumentos de discusión. Recuerdo, por ejemplo, haber pasado yo mismo algunas listas al almirante Massera y recuerdo la respuesta del almirante Massera: que él se comprometía a hacernos llegar una respuesta por lo que concernía a la Fuerza Aérea o la Marina, debido a que, por el resto, era más complicado para el decirnos algo (y acá hablo no solo de desaparecidos, sino también de los que estaban en juicio o en espera de acciones judiciales, con la imputación de haber matado a militares u oficiales). No sé si al final li hizo, porque yo, en ese período dejé mi cargo”.

Hasta aquí, parecía una de las conocidas respuestas elusivas de Andreotti. Gelli intervenía porque, al fin y al cabo, era funcionario de la embajada Argentina en Italia y, por las dudas el ex primer ministro aclaraba que no podía saber el resultado, porque justo para entonces él había dejado su función. Lo que no dijo Andreotti fue que, durante la mayor parte del período militar que se inició con el golpe de 1976, la embajada –lo mismo que casi toda la Cancillería- estaba bajo el control de Massera.

A pesar de todo, y en medio de la deliberada nadería de su prosa, Andreotti iba soltando algunas pastillas de verdad; como por ejemplo, las funciones diplomáticas de Gelli –que nadie ignoraba en Italia, pero que ahora se traían a la memoria en medio de una investigación-; o el fingido interés que Massera exhibía en Europa por los desaparecidos.

Andreotti continuó con su respuesta:

“Es un tema extremadamente complicado –agregó enseguida, in que nadie se lo preguntara-, ya que recuerdo que, una vez retirado, recibí información y, en la lista de aquellos que eran considerados desaparecidos, observe que figuraba el autor del asesinato de general Aramburu (estaba en Italia, yo lo vi un par de veces en la cancha de fútbol, entre otros; así que era un desaparecido, pero no demasiado)”.

El ex primer ministro nunca hablaba porque sí. Su postura corporal, desde niño ligeramente encorvada hacia delante –la que tantas veces hizo a su madre gritarle: “¡Está derecho con la espalda, Giulio!”- le daba un aire de ave de rapiña que armonizaba perfectamente con su actitud mental. Si este silencioso depredador de la política había querido minimizar, mediante aquella información, la cuestión de los desaparecidos, o si había pasado alguna vieja cuenta a Massera, al revelar que el ex comandante estaba protegido nada menos que a Mario Eduardo Firmenich –el jefe de la organización Montoneros, que se adjudicó el asesinato de Aramburu-, eran cosas que la comisión parlamentaria no estaba muy interesada en averiguar. Había demasiadas cuestiones para investigar sobre su propio país y esto era un comentario casi extraño para investigar sobre su propio país y esto era un comentario casi extraño para los legisladores italianos. Tal vez por eso, ninguno de ellos sintió curiosidad por la buena vista de Andreotti que, a juzgar por su respuesta, también parecía corresponder a la de un pájaro de presa, a menos que Firmenich hubiera estado demasiado cerca de él durante los partidos de fútbol.

Los montoneros de Onganía

En abril de 1970, la revista salió a las calles de Buenos Aires con un título estremecedor en su tapa, sobre un fondo completamente negro: “Tiempo de llorar”.

El director de Extra, uno de los conocidos mensuarios políticos de la Argentina, era entonces Bernardo Neustadt, quien ya dirigía su programa Tiempo Nuevo por televisión, el que años más tarde lo convirtió en periodista estrella de la pantalla, sobre todo por sus ideas a favor del libre mercado y sus entrevistas a personajes famosos de la política. Como jefe de redacción figuraba Miguel Bonasso, que a la sazón tenía 30 años y llegó después a ser secretario de prensa de Montoneros. En algún momento, Bonasso tomó decisiones de la cúpula de esa organización guerrillera y, posiblemente, esto haya ocurrido mucho antes de lo que a él le gustaba reconocer.

Un amigo suyo, Dardo Cabo, integraba el plantel de redactores de Extra, además de la hermosa modelo Chunchuna Villafañe, comprometida con el peronismo de izquierda, y María Cristina Verrier, la esposa de Dardo Cabo. En la diagramación, figuraba Salvador Linares, que después fue diagramador de El Descamisado, la revista de la organización Montoneros, y también Ricardo Grassi, uno de los creadores de El Descamisado, cuya dirección compartió después con Dardo Cabo. Otro de los colaboradores que más tarde se integró al peronismo de izquierda y al proyecto editorial de Grassi, fue Enrique Walker, apodado El Inglés o Jarito.

Extra –y especialmente aquel número de tapa negra- no ahorraba elogios al general Onganía y a su gestión, hasta el grado de la obsecuencia. Ya en la primera página de contenidos, la publicación informaba que algún asesor había llevado al presidente la idea de aumentar el precio del gasoil; pero la revista consultó al secretario de Energía, Luis María Gotelli –el padre de los Gotelli que dirigieron el Banco de Italia, ligado a la P2- quien se opuso terminantemente al aumento, debido a la incidencia que iba a tener en el costo de vida. Y Onganía –destacaban los periodistas en un título- declaró “con buen humor”: “gasoil que sube, gobierno que baja”. ¡Toda una ocurrencia que no podía dejar de publicarse, por supuesto!

Las paginas siguientes no cambiaban de tono: “Onganía elige ser Onganía” era el título de un recuadro que elogiaba al presidente por haberse animado a designar gobernador de Neuquén a Felipe Sapag, en “otro típico acto suyo de autoridad, desafiando los prejuicios”. Todo porque Sapag había sido peronista. Y bajo el encabezado: “Onganía y la juventud”, los redactores contaban que “”lo trataron con particular cariño al presidente Onganía en Mendoza, durante la fiesta de la Vendimia”; y  describían con detalle como un joven de 16 años le reclamó “Universidad para Río Cuarto” una solicitud que fue atendida por el jefe de Estado, quien le pidió que se acercara, dialogó con él y le confió que iba a cumplir con su sueño.

El premio parecía obtenerlo un comentario de Extra a las entrevistas que las revistas Gente y Siete Días habían mantenido con el general Onganía: “Los reportajes que Gente y Siete Días le hicieron al presidente Onganía fueron obtenidos realmente con gran facilidad. Podría decirse que bastó solicitarlos. Una vez realizados no sufrieron ningún tipo de censura…” remarcaba la redacción de Extra, que también agregaba que, en el caso de Siete Días, no hicieron falta correcciones de estilo, ya que “la transcripción textual se vio facilitada por la buena construcción verbal de Onganía, por su corrección para ubicar sustantivos, adjetivos y verbos y terminar las frases con claridad y coherencia.

Cualquier lector podía preguntarse, después de tanta alegoría y bonanza –y de la supuesta buena gramática de Onganía-, por qué era tiempo de llorar, como lo anunciaba luctuosamente la tapa. La respuesta estaba implícita, como un negro presagio, en una nota de seis carillas, bajo el ampuloso título: “Proceso de Aramburu”. No existía una sola referencia en la revista que vinculara ese texto con la tapa; pero al mes siguiente, el secuestro y asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu inauguro la década más sangrienta de la historia de la Argentina. Todos lloraron, uno y otro lado de la confrontación de los 70´. Quienquiera que hubiera inventado el título de la tapa sabía muy bien a que se refería.

Es cierto que nadie olvidaba por entonces a Aramburu –quien además se había pronunciado contra los golpes que desplazaron a Frondizi y a Illia –pero la revista Extra se estaba ocupando de recordarlo un mes antes de su secuestro.

Aquella especie de juicio periodístico imitaba el estilo de un proceso tribunal, con un juez, fiscales y un defensor. El jefe de redacción –quien además había sido el autor de la idea o, al menos, eso decía- oficiaba de juez; y también había un jurado compuesto por jóvenes estudiantes. Como fiscales, habían sido elegidos Miguel Gazerra, un histórico dirigente sindical, y Horacio Calderón, hijo de un oficial de la Armada Argentina y, años más tarde, estrechamente vinculado con Libia y con el coronel Muammar Khadafi. Como defensor, convocaron a Héctor Sandler, un abogado que había sido cofundador de Udelpa, el partido político que reconoció como líder al general Aramburu, de quien Sandler termino siendo un estrecho amigo y consultor.

“Acuso al general Aramburu de ocupar la Presidencia de la República”. Así inicio Gazerra su intervención. La acusación la estaban haciendo en la misma edición en la que sus redactores llenaban de alabanzas a un gobierno militar surgido de un golpe contra un gobierno civil.

Se decía entonces que una censura de Onganía “no se le negaba a casi nadie”; pero aquel gobierno militar, celoso en la vigilancia de la prensa, que había clausurado la revista de humor Tía Vicenta simplemente por haber dibujado una caricatura de Onganía como una morsa con enormes bigotes, estaba permitiendo que un mensuario político juzgara a un general de la nación. Y el juicio lo precedía el propio jefe de redacción de la revista, poco después miembro de Montoneros, lo mismo que algunos de sus redactores. Todo era extraño.

Lo cierto es que los funcionarios que entonces trabajaban en la Casa de Gobierno conocían las frecuentes visitas de los jóvenes de la revista Extra al área de Presidencia, con lo cual mantenían una excelente relación.

Gazerra en su papel de “fiscal”, lanzo 25 cargos, entre los que figuraban el fusilamiento de un grupo de civiles y militares que se alzaron en distintas ciudades del interior y Gran Buenos Aires contra el gobierno que encabezaba el propio Aramburu, en junio de 1956, bajo el liderazgo del General Juan José Valle, quien por cierto fue uno de los fusilados, a pesar de que el mismo se entregó para evitar que se extendiera la matanza.

El abogado Sandler no utilizo sus mejores armas a favor de su defendido, ya que había conversaciones reservadas que, por entonces, él no debía revelar.

Un testigo solitario que estaba en la casa Rosada la noche del 9 al 10 de junio de 1956 vio los preparativos de defensa del Regimiento de Granaderos, en previsión de la llegada de los sublevados, quienes finalmente no pudieron acercarse. Después de la medianoche, el combate sólo continuaba en un regimiento de la ciudad de La Plata que fue recuperado por los infantes de la Marina. En compensación, la Marina logro imponer su dureza en la represión de la rebelión. Mientras tanto, los tres comandantes de las fuerzas armadas y otros funcionarios de la presidencia se reunieron con el propósito de seguir los hechos en un despacho cercano al de Aramburu y no tenía noticias de lo que ocurría en aquel momento.

El 11 de junio, cerca de la medianoche, el general Valle, jefe de la rebelión y ya prisionero, fue fusilado en la penitenciaria que por entonces se levantaba sobre la avenida Las Heras, en Buenos Aires.

Aramburu no ignoraba la suerte que correría Valle; pero el gobierno de la Libertadora ya había fusilado – en se ausencia- a suboficiales y civiles. Aramburu consideró que no correspondía, a esa altura, hacer una excepción con el jefe de la rebelión, que era un general y, además, amigo suyo desde el Colegio Militar. Evaluó entonces que, si establecía una diferencia, resultaría muy difícil mantener la disciplina en el Ejército, del cual se había sumado la Revolución Libertadora únicamente un quince por ciento, que triunfo únicamente porque Perón quiso evitar una guerra civil. En el resto del arma podía sentirse una latente y nostálgica expectativa respecto al peronismo. Todo esto sin contar –en sentido opuesto- la intransigente posición de la Marina. Así y todo, cuando el capitán del navío Francisco Manrique y el general Domingo Quaranta ingresaron en la residencia presidencial de Olivos para comunicar a Aramburu que el general Juan José Valle ya había sido fusilado, el presidente, que estaba reunido con un grupo de funcionarios, quedo petrificado, dejó su vaso de whisky en la mesa y se fue a otra habitación a llorar.

El veredicto de la revista Extra fue condenatorio, por supuesto; y los jóvenes del jurado declararon a Pedro Eugenio Aramburu “inhabilitado” para ocupar la presidencia de la Nación.

La hipótesis de que Aramburu accediera a la presidencia era una preocupación, por entonces en el gobierno de Onganía, quien había anunciado que se quedaría veinte años en el poder, si fuera necesario, porque –decía- “la revolución no tiene plazos, sino objetivos”. En contra de esa pretensión, había un grupo de militantes liberales que barajaba la posibilidad de desplazar al presidente y convocar a Aramburu a encabezar un gobierno provisorio que llamara a elecciones a la brevedad. Aramburu conservaba su liderazgo entre los militares liberales, tenía buen dialogo con todos los sectores políticos y, a la vez, era el único que había dado pruebas de no aferrarse a la presidencia.

Resultaba previsible que el gobierno de Onaganía formara sus anticuerpos; pero en las tinieblas de la historia había quedado la presencia de muchos jóvenes que enseguida tomaron el camino de la guerrilla a partir de un régimen  después calificado por ellos mismos de fascista.

Una izquierda rentada

En los años 60´ Julio Bárbaro era un dirigente universitario que cursaba su carrera de Ciencias Políticas y se perfilaba ya como un intelectual del peronismo. Costeaba sus estudios con un gran esfuerzo, mediante el sueldo que ganaba trabajando en el Mercado de Abasto, una construcción a fines del siglo XIX, convertida en shopping en los 90´, pero antes de entonces destinada a la comercialización de frutas, verduras, y donde se crio y empezó a hacerse famoso Carlos Gardel. Ezequiel Perteagudo, un empresario peronista, católico y allegado a la presidencia, que por entonces dirigía la revista Imagen del País, lo citó en su deslumbrante departamento y le propuso integrarse a un grupo destinado a constituirse en el ala izquierda del gobierno del general Onganía, que había tomado el poder el año anterior. Para darle confianza, le nombro a algunas de las personas que componían aquella incipiente corriente de la “izquierda oficial”, entre las cuales figuraba nada menos que Raimundo Ongaro, un dirigente del gremio grafico que en aquellos tiempos hacía frente a la Confederación General del Trabajo liderada por el fortísimo líder de los obreros metalúrgicos Augusto Timoteo Vandor, a quien acusaba –justamente el- de pactar con el gobierno de Onganía.

A pesar de las imputaciones que se levantaban contra Onganía desde los gremios vandoristas, él estaba lejos de ser un activista del marxismo-leninismo o del trotskismo. Era un católico practicante, como también lo eran Perteagudo y Julio Bárbaro; pero sus ataques contra la Confederación General de Trabajo tradicional fueron tan enérgicos que consiguió la ruptura del movimiento sindical y, en 1968, las centrales obreras se dividieron en la “CGT de los Argentinos”, que funciono en su gremio grafico de la avenida Paseo Colón, en Buenos Aires, y la CGT de la calle Azopardo, liderada por Vandor y a la que Onagro y sus seguidores llamaban “participacioncitas”. En realidad, no había nada más colaboracionista que la división de la CGT, en contra de los deseos de Perón, que pretendía una central obrera unida para luchar en contra del gobierno militar.

Perteagudo preguntó a Bárbaro cuanto ganaba mensualmente en el Mercado Central y le ofreció multiplicar ese ingreso por diez, si aceptaba sumarse a aquel proyecto. Se trataba de una “resistencia controlada” que impulsara manifestaciones y protestas, pero dentro de los límites que el gobierno indicara. Julio no aceptó; como tampoco aceptó después la opción por la violencia que ya se discutía en los círculos que él frecuentaba. Claro que el proyecto lo mismo siguió adelante. Había demasiado en juego para que se detuviera por uno o dos rechazos.

Desde el gabinete de Onganía, comenzaron a emplazarse los primeros cañones para el simulacro de combate: el “Partido de la revolución Argentina”, un “Movimiento Participacionista de Democracia Social” y los movimientos populares. Pero el gabinete de Onganía era muy heterogéneo.

Desde el primer piso de la Casa Rosada, Roberto Roth manejaba la Secretaría Legal y Técnica de la Presidencia, donde había llegado por pedido del general Julio Alsogaray. Junto a él trabajaba Diego Muñiz Barreto, un joven heredero de una gran fortuna, emparentado con los Zuberbühler y los Tornquist, todos ellos apellidos patricios de la sociedad argentina.

Entre Bobby Roth –tal como llamaban al secretario- y Diego Muñiz Barreto, convencieron en 1968 a un joven amigo de ellos, Mariano Castex, de integrarse al área técnica del gobierno, donde, como buen jesuita que era, podría desplegar a gusto su vocación por las ciencias.

También procedente de una familia tradicional, sacerdote, psiquiatra, estudioso de la vida marina y, especialmente, de los peces venenosos, Castex, como tantos otros, sufrió la metamorfosis que parecía afectar a todos los que ingresaban en la Casa Rosada aquellos años. Antiperonista furibundo, como Muñiz Barreto, ambos habían estado involucrados en un complot para matar a Perón, quince años antes.

Tras su salida del gobierno, Muñiz Barreto se hizo montonero y fue asesinado en 1977, ya con un nuevo gobierno militar en la Argentina. Mariano Castex, en cambio, milito en el peronismo de base, pero nunca confió en el proyecto montonero. Lamentablemente, antes de aquel trágico desenlace, había corrido mucha agua bajo los puentes; y eran  demasiados.

En la secretaria de Onganía, una de las tareas de Muñiz Barreto era el contacto con los gremios. Hablaba con Vandor –lo mismo que Aramburu- y conversaba también con los llamados combativos. En una de esas gestiones, intento convencer al gremialista Eustaquio Tolosa de levantar una huelga de los trabajadores portuarios, a quienes Tolosa lideraba. Lo visitó en su celda, donde estaba detenido por su confrontación con el gobierno, y le pidió a Castex que lo acompañara. El psiquiatra, a unos metros de distancia, escuchaba todo.

Muñiz Barreto sacó una chequera en blanco y ofreció a Tolosa una gran suma a cambio de hacer cesar la medida de fuerza. Tolosa no acepto y el funcionario comenzó a elevar el monto ofertado, una y otra vez. “Le doy hoy mismo un cheque a la persona que usted me indique, ahí afuera”, le decía; pero Tolosa reía cada vez más. No pudo convencerlo.

A su vez, Castex había llevado a la secretaría a un ex compañero suyo que había dejado la orden jesuita y estaba en una mala situación económica. Se llamaba Alejandro Losada y, entre sus tareas, tuvo a cargo el enlace con FOTIA, que era la Federación de Obreros Tucumanos de la Industria del Azúcar, justo en el tiempo en que cerraron los ingenieros y miles de personas quedaron sin trabajo. Allí vio, como el mismo se ocupó de dejarlo después por escrito, “activistas vendidos de Buenos Aires” y “militares que recomendaban la actividad subversiva”.

“Me faltaba aprender cómo se arma y desarma un complot y se mueven los hilos de la conspiración”, escribió Losada cuando se fue de la presidencia.

En la planta baja de la Casa de Gobierno estaba el Ministro del Interior, primero manejado por Guillermo Borda, un famoso profesor y tratadista de Derecho Civil; pero cuando Borda renuncio, Onganía nombro ahí al general Francisco Imaz. Fue entonces cuando comenzaron en ese lugar los movimientos raros de jóvenes que poco después se llamaron “montoneros”.

Para entonces, hacía tiempo que Galli viajaba de Roma a Buenos Aires y de Buenos Aires a Roma y el ex presidente Arturo Frondizi estaba impresionado de la relación que tenía con los servicios secretos argentinos, como lo confeso más tarde durante una visita a Italia.

El diario secreto de Tina Anselmi, la presidente de la Comisión Parlamentaria Italiana sobre la P2, tenía una anotación del 7 de abril de 1983 que indicaba que Gelli había sido el artífice del golpe contra Frondizi, en 1962. El Titiritero estaba activo entre los servicios argentinos mucho antes de los 70´; posiblemente  desde el fin de la segunda guerra mundial, cuando se instaló durante un tiempo en Buenos Aires en la primera presidencia de Perón

El segundo general Francisco Ímaz en el ministerio del interior –un virtual viceministro- era un personaje misterioso, miembro de la logia, que se llamaba Darío Saráchaga, a quien reportaban los protomontoneros; pero no era el único. El otro jefe en las sombras de aquellos pichones de guerrilleros era el mayor –años más tarde coronel- Hugo Raúl Miori Pereyra, amigo de Diego Muniz Barreto y también estrechamente vinculado, en Bolivia, con uno de los hombres fuertes de Licio Galli, Stefano Delle Chiaie.

El activismo de la nueva izquierda –que surgía como un disfraz, primero, y después como una metamorfosis de la extrema derecha- aparentemente produciría ciertos beneficios al sector más duro del “onganiato”. Se podía culpar a otros, endurecer el poder político, restringir en mayor medida las libertades civiles y gobernar 20 años, como so lo habían propuesto. De una vez y para siempre el gobierno de Onganía se quitaría de encima a los liberales, ya fueran civiles –como el ministro de Economía, Adalbert Krieger Vasena- o militares –como Pedro Eugenio Aramburu.

Onganía –que no era capaz de pensar en un plan de semejante tenor y probablemente ni siquiera lo conocía- tendría así más fuerzas y apoyos para encarar una política enérgica y de provisión de armamentos inclinada hacia Europa y alejada de los Estados Unidos. Pero en cuanto a la segunda interna, ya desde entonces existía en la órbita de la presidencia y en el ministro del Interior la convicción de que los ataques de los grupos clandestinos que en esa época  estaban actuando en el territorio –como las Fuerzas Armadas Peronistas y las Fuerzas Armadas de Liberación- únicamente podían ser combatidos con otros grupos clandestinos.

Para algunos atentos funcionarios de esos años, Montoneros había sido creado con esa idea. Sus primeros componentes y muchos de quienes los siguieron habían salido de las universidades y colegios católicos y también del Nacional Buenos Aires. Una de las características comunes entre aquellos pioneros era su odio a la incipiente guerrilla en la Argentina y sus deseos de exterminarla, lo cual a nadie podría haberle parecido ilógico en aquel tiempo, habida cuenta de los contactos de Montoneros con Miori Pereyra, Klaus Barbie y Stefano Delle Chiaie. Sólo que los experimentos genéticos no siempre salen tal como fueron imaginados en el laboratorio, algo que en la ficción, y a modo de símbolo, mostraron las escenas de la famosa película Jurassic Park, que aquellos políticos y generales no pudieron ver entonces, porque fue producida y estrenada 20 años después.

Ezequiel Porteagudo, el empresario que había ofrecido sin suerte a Julio Bárbaro un sueldo de ejecutivo para convertirse en un agitador rentado al servicio de Onganía, no estaba solo en el manejo de su revista “Imagen”. Lo acompañaba Celia Luro, quien, como él lo reconocía, era el Alma Mater de la publicación. Celia tampoco estaba sola. Era una secretaria influyente de Jerónimo Podestá, el obispo de Avellaneda, en una época en la que los obispos no solían tener secretarias. Pero la secretaria quiso ser algo más y conquistó sentimental e intelectualmente al obispo, a quien pronto se lo escucho reclamando entre las autoridades eclesiásticas y aun frente al Vaticano el fin de la obligación del celibato para los sacerdotes.

No pasó mucho tiempo hasta que Podestá comenzara a hacer declaraciones contra el gobierno de Onganía y a pedir a la jerarquía eclesiástica que condenara al régimen.

Cuando en 1968 estalló el “Mayo Francés”, ya hacía meses que el movimiento estudiantil contestatario había surgido en la Universidad Católica de Milán, donde la agitación comenzó con una negativa a pagar una tasa mayor y prosiguió con un gran movimiento rebelde bajo la inspiración del padre Enzo Mazzi, pero también de los teólogos holandeses, además del padre Camilo Torres, de Colombia, y el obispo Helder Cámara, de Brasil –el amigo de monseñor Jerónimo Podestá y el que bendijo su unión con Celia Luro-.

Los estudiantes ocuparon la Universidad Estatal de Milán y bloquearon en las inmediaciones. No se trataba de jóvenes de bajos recursos. El periódico “L´Express” publicó que, en las puertas de la facultad, la rebelión podía medirse por el número de automóviles deportivos allí estacionados.

Aquellos jóvenes –sin embargo o, quizá, por eso mismo- perecían sentir una grave culpa personal por su origen social y por el hecho de no ser proletarios.

La lucha de los universitarios y de quienes adherían a su estrategia se dirigía no sólo contra los patrones sino contra los sindicatos, a los que consideraban un engranaje del sistema capitalista. En realidad, combatían más a los sindicatos que a las empresas y proclamaban la necesidad de destruirlos y crear otros nuevos, sin burócratas. En esto también resultaba asombrosa la similitud del lenguaje de los estudiantes Italianos con los montoneros argentinos y su repetido estribillo sobre la burocracia sindical, que coreaban y repetían por las calles hasta que pareciera una verdad dogmática: “Se va a acabar/ Se va a acabar/ La burocracia sindical”.

Con aquellos antecedentes, más la prédica del padre dominico Gustavo Gutiérrez Merino, en Perú, los Sacerdotes para el Tercer Mundo tejieron a toda velocidad una red que se extendió por la Argentina y en la que miles de jóvenes quedaron atrapados. Pero antes, se enredaron en ella los mismos sacerdotes. El clero había mordido el anzuelo. El Evangelio fue dado vuelta como una media. Ya no se trataba de ablandar el corazón de los feligreses para inflamar su amor a los pobres; el mal estaba en las estructuras y, en ese caso, había que cambiar las estructuras. El pecado ahora residía en el sistema, antes que en hombre. Nada más hacía falta para el fermento de la lucha.

Aquella transformación había sobrevenido de golpe y, lo mismo que durante una borrachera, en poco tiempo, nadie recordaba mucho cómo había empezado todo. En la Argentina, los jesuitas influían sobre el sector nacionalista del gobierno de Onganía pero también provocaron el viraje hacia el tercer mundo.

Ya antes de la Revolución Libertadora, la Compañía de Jesús en la Argentina estaba claramente dividida en un grupo nacionalista y otro liberal. La confrontación de Perón con la Iglesia unió a todos, pero al poco tiempo, la división renació. Los tercermundistas y, tras ellos, los montoneros, surgieron del sector nacionalista, cuando el padre Pedro Arrupe, superior general de la orden, reclamo a todos sus miembros una apertura social que, la Teología de la Liberación. Para Castex, que todavía estaba en la compañía, se había reemplazado la ciencia y la teología por el mate y la guitarra.

Resultaba difícil, a cierta distancia, entender por qué la derecha nacionalista había producido como un derivado a la guerrilla argentina y no al sector liberal; pero había un par de notas comunes que hicieron posible la mutación genética. No era poco el folclore anti-imperialista que arrastraba el nacionalismo –doctrinario o popular- para una nación con el índice más alto de antiamericanismo del mundo libre. El sentimiento antinorteamericano, absurdo en un país que hasta en ese momento no había tenido casi intercambio comercial, ni confrontaciones bélicas, ni relaciones con Estados Unidos, más que las formalmente diplomáticas, borraba muchas diferencias y, sobre todo, servía a quienes querían borrarlas.

Y en aquella etapa de cambios vertiginosos en la Iglesia, tanto la Teología de la Liberación como el nacionalismo compartían la aspiración de conformar una sociedad cristiana desde la cima del poder público, antes que mediante el apostolado persona a persona. Muchos de aquellos miles de jóvenes de formación cristiana en la Argentina –como antes en Italia-, difícilmente hubieran sido atraídos por el proselitismo de un partido formalmente comunista. Necesitaban, para lanzarse al combate, la bendición de una autoridad en la que creyeran. Y eso es lo que obtuvieron de la Teología de la Liberación y de sus predicadores.

Héctor Sandler había llegado al departamento de Aramburu para la reunión programada semanalmente. Aramburu estaba azorado  con el asesinato de Vandor. Había hablado  mucho con él durante todos esos años y lo apreciaba como un hombre valiente y razonable. En general, buscaba para dialogar a políticos que manifiestan inquietudes sociales pero que, al mismo tiempo, le dieran esperanzas sobre las posibilidades de reconstruir una democracia sostenible en el tiempo; lo cual, en su pensamiento de aquel momento significaba: “Sin Perón en el gobierno”. Alejandro Leloir, Antonio Cafiero, Juan Antilio Bramugna, Ricardo Rojo y, por cierto Augusto Timoteo Vandor, eran algunos de sus interlocutores.

Aramburu pensaba que cuando las fuerzas armadas permanecen en el poder político se degradan y, por eso, junto con Carlos Alconada Aramburú, su ministro del Interior, había redactado en 1957 un decreto que levantaba la proscripción del Partido Justicialista – con excepción de Juan Domingo Perón-; una medida que contó con el consentimiento de las tres fuerzas armadas y que había sido tratada en la junta militar. Cuando Alconada llegó con el decreto ya escrito sobre papel membretado a la quinta de Olivos, para la firma del presidente, fue interceptado por un custodio que le pidió que, antes de entrar, hablara con el ministro de Marina, que por entonces era el almirante Teodoro Hartung. Lo llamó desde la misma entrada de la guardia y Hartung le comunico que el Ministerio de Marina no firmaría el decreto. Una vez dentro, Alconada comentó el episodio con el presidente y Aramburú le pregunto entonces si no le parecía que había llegado el momento de continuar el proceso de ordenación democrática sin la participación de la Marina de Guerra.

Aquellos habían sido momentos difíciles, pero doce años después, el ex presidente hacía frente ya no a la oposición de la Armada, sino también de un sector del Ejército que parecía dispuesto a todo por conservarse en el poder.

Sorpresivamente, durante la conversación sobre la muerte de Vandor, Aramburú confió al abogado Sandler una preocupación: “¡En cualquier momento, vienen por mí!”. Motivos no le faltaban para aquel presagio. El gobierno nunca le había brindado seguridad policial y la única protección que alguna vez tuvo, que era la custodia de la gendarmería, le había sido retirada el año anterior por orden del general Julio Alsogaray, que era el jefe de esa fuerza.

Al mismo tiempo, la prensa amarilla, alentada por la presidencia, lo hostigaba sin siquiera recurrir al simulacro de la revista “Extra”. El pasquín Marchar, que dirigía Guillermo Patricio Kelly, un mercenario que prestaba todo tipo de servicios, especialmente a los gobiernos, había publicado una tapa con la foto de Aramburu y la leyenda “Caín”. Claramente, el ex presidente se había constituido en un objetivo del “onganiato”. A todo esto, sin Vandor, se oscureció el escenario para dar un golpe contra Onganía y abrir un nuevo proceso democrático que no fracasara, como habían fracasado los intentos con Frondizi y con Illia, debido –entre otras cosas- a la proscripción del peronismo.

Lo que pocos supieron después –y entre esos pocos figuraban los servicios, a los que nadie en el gobierno controlaba, ni siquiera Onganía- era que Aramburú había comenzado a hacer contactos con Perón, por vía de intermediarios, a fin de explorar otras vías para el retorno a la democracia, sin descartar el levantamiento de la proscripción al propio Perón. Los contactos habían sido guardados en estricto secreto y el delegado de Perón, Jorge Daniel Paladino, era el encargado de llevar y traer los mensajes.

El 31 de mayo de 1970, la revista católica “Esquiú” publicó un reportaje al ex presidente de la Lebertadora que un periodista le había hecho unos pocos días antes:

-¿Cuál es para usted la salida adecuada en este momento?

-Hay que buscar una salida democrática que devuelva el gobierno al pueblo. El poder debe descansar en la soberanía popular.

-¿Sin exclusiones?

-Exacto.

-¿Incluso los peronistas?

-También ellos deben participar.

-¿Y si triunfan?

-Se les entrega el poder.

-Usted, como presidente provisorio, ¿le entregaría el gobierno al peronismo?

-Sí, si las elecciones previstas han sido limpias y libres, no veo el motivo por el cual no se les deba entregar el poder.

Aramburu no llegó a ver publicada se entrevista. El 29 de mayo, por la mañana, Día del Ejército en la Argentina, tres jóvenes se presentaron en su departamento vestidos con uniformes militares. Los atendió Sara, la esposa del general. Aramburú estaba tomando una ducha y ellos debieron aguardar un momento, mientras su mujer les sirvió café. Ese fue uno de los pocos datos que pudo contrastarse con el relato de los hachos que, con forma de reportaje, hicieron en 1974 Mario Eduardo Firmenich, por entonces jefe máximo de los Montoneros, y Norma Arrosito.

La entrevista la publicaron ellos mismos en “La causa Peronista”, uno de los órganos de prensa de la organización, continuador de “El descamisado”. Hacía dos meses que había muerto Perón y los montoneros buscaron seguramente con esa nota exacerbar el ánimo de los militares y desestabilizar al gobierno de la viuda del presidente, que clausuró la revista. El reportero había sido ni más ni menos que el editor de la publicación, Ricardo Grassi, como el mismo lo conto muchos años después. Por lo demás, todo era niebla y misterio y no hubo nunca otro camino que atenerse a la narración de los asesinos.

En aquella apología del crimen, ellos contaron que los únicos que ingresaron en el departamento fueron Emilio Maza, vestido con uniforme e insignias de capitán del Ejército, y Fernando Abal Madina, el jefe de la operación, disfrazado como teniente primero. Sara Herrera de Aramburú recordó después que las personas que ingresaron en su departamento de la calle Montevideo 1053 eran tres y no dos. También los montoneros reconocieron que había “un compañero” que participo de la operación y cuyo nombre se reservaron, ya que en todo momento lo identificaron como “el otro”; como volvió a hacerlo Grassi cuando cuarenta años después narro nuevamente los hechos. Y así siguió creciendo el misterio sobre aquel supuesto compañero de quien a lo largo de las décadas se ocultó su identidad, mientras todos los demás montoneros publicaron y permitieron que se publicara una y otra vez sus apellidos en tono de una orgullosa épica de guerra; mataron y murieron; fueron a la cárcel y encarcelaron; escribieron libros apologéticos de su propia historia y ya en la paz, ebrios de vanidad guevarista y destruidos sus enemigos de entonces, lo que menos hicieron fue esconder sus nombres. Un compromiso de logiados, un rostro de alguien que no era precisamente un guerrillero, una revelación que sin duda revelaría la apología del relato, mantienen a aquella persona en las sombras de la Historia.

“En toda mi vida operativa no recuerdo una vía de escape más sencilla que esta. Fue un paseo”, confesó después Firmenich, probablemente sin advertir hasta qué punto esto confirmaba las sospechas de un camino liberado que él trató de disimular con el cuento de innumerables rodeos para esquivar previsibles controles que, en verdad, no existieron. El gobierno retrasó tanto como pudo la difusión de la noticia y, aun peor, Darío Saráchaga, el segundo de Ímaz en el ministerio del Interior, lanzó la versión de un auto secuestro de Aramburú, quien seguramente estaría, según él, en el Uruguay.

A pesar de todo, lo que más parecía incomodar a aquellos jóvenes, tan sospechosamente cercanos al gobierno militar de entonces, ellos mismos lo habían reconocido en su revista:

“Aramburú conspiraba contra Onganía. Pero el proyecto de Aramburú para reemplazar el régimen corporativista de Onganía era políticamente más peligroso. Aramburú se proponía lo que luego se llamó Gran Acuerdo Nacional, la integración del peronismo al sistema liberal…”

¡Ese era el problema! ¡Y semejante confesión estaba estampada en el editorial que precedía a la crónica de los hechos! No les afligía el régimen de Onganía, sino la integración del peronismo a la democracia. A alguien le preocupaba esto más que a ellos. Por eso se obligaron a exacerbar su encono con Aramburú y minimizar la figura de Rojas. No era verdad que Rojas “había sido un vicepresidente sin dimensión política”, como lo escribió Grassi, el director de la revista montonera, años más tarde, y como aparentaron creerlo siempre los montoneros, tan sólo para disimular –mal- que habían elegido a Aramburú porque ponía en riesgo el gobierno de Onganía o porque alguien -por encima de ellos- tenía otro plan para después de Onganía; un plan para el cual Aramburú era un obstáculo.

El 9 de febrero de 1971, siete meses después del asesinato de Aramburú, los montoneros enviaron a Perón una carta: “Nos preocupan algunas versiones que hemos recogido, según las cuales nosotros con este hecho estropeamos sus planes políticos inmediatos. Demás está decir que no está en nuestros propósitos entorpecer la conducción de conjunto que usted realiza para la mejor marcha del Movimiento en su totalidad”.

La masiva estaba cargada de cinismo. Al tiempo que implícitamente confesaba haber conocido y arruinado las gestiones en marcha entre Aramburu y Perón para encauzar el retorno a la democracia, decían estar situados bajo la autoridad y conducción del destinatario en Madrid. Consideraron, entonces, que había sido mejor pedir perdón que pedir permiso, sobre todo porque la subordinación declarada nunca había existido.

La respuesta de Perón no fue menos cínica. El 20 de febrero de 1971, contesto a los montoneros: “…Estoy completamente de acuerdo y encomio todo lo actuado. Nada puede ser más falso que la formación que con ello ustedes estropearon mis planes tácticos porque nada pueda haber en la conducta peronista que pudiera ser interferido por una acción deseada por todos los peronistas”.

Con su pragmatismo exasperante, Perón se había dado cuenta de que, asesinando a Aramburú, moría con él la posibilidad de retomar la democracia en un término breve y, en ese caso, aquel grupo de sicarios que le escribía le resultaría sumamente útil a fin de presionar al régimen militar. Todo esto lo reconocía implícitamente en aquella misma carta, que describía al peronismo como un movimiento compuesto por una organización de superficie, que era el partido, y “los grupos activistas empeñados en la “guerra revolucionaria””, para que “cada uno pelle en la forma que es capaz de hacerlo”.

Al tiempo de ese cambio epistolar, hacía seis meses que Onganía y sus funcionarios en el ministro del Interior no estaban en el poder. Una semana después de la muerte de Aramburú, tropas del ejército rodearon la Casa Rosada y obligaron a renunciar al presidente de facto, a quien un sector de la fuerza culpaba por el crimen. En su reemplazo, la Junta de Comandantes había nombrado al general Roberto Marcelo Levingston; pero cuando los montoneros escribieron aquella carta a Perón, solo faltaba un mes para que Levingston –débil y en búsqueda de un acuerdo con el “grupo Onganía” –debiera renunciar frente al verdadero hombre fuerte del Ejercito, el general Alejandro Agustín Lanusse, una especie de líder del sector liberal del arma. Los montoneros habían quedado huérfanos, pero Perón los había adoptado.

Ronald Stark era un extraño personaje que, en los '70, se movía entre Europa y Medio Oriente. Aparentemente trabajaba como informante de algún servicio de los Estados Unidos y,  con estas actividades tan fronterizas en el mundo de la inteligencia, no se sabía de qué lado del tablero jugaba. Se infiltraba en las organizaciones terroristas –especialmente en la Organización para la Liberación de Palestina-, les brindaba apoyo efectivo y hasta fundó la organización armada Acción Revolucionaria, que no tenía una gran envergadura. Mientras tanto, traficaba varias clases e narcóticos. Fue precisamente la veta de drogas lo que lo llevó a la cárcel en Italia, donde coincidió, en 1976, con Renato Curcio, líder de las Brigadas Rojas, y con Alberto Franceschini, uno de los fundadores de aquel grupo terrorista. En la prisión, se reunía todas las semanas con el capitán de carabineros Gustavo Pignero y las conversaciones se registraban en una grabadora de voz, para después ser pasadas a papel.

Entre julio y agosto de 1976, Stark anticipó a su interlocutor semanal que las Brigadas Rojas tenían la intención de secuestrar a un importante hombre de la política en Roma y agrego un dato fundamental: aquella potencial victima acudía todas las mañanas a la iglesia de Santa María del Gesú.

Stark aclaró expresamente que, en su opinión, el objetivo podría ser Aldo Moro o Giulio Andreotti. Por eso, aquellos oficiales de carabineros que recibieron los informes en la cárcel se sorprendieron mucho con lo que después ocurrió.

A pesar del talento de sus gobernantes, la situación económica de Italia se iba complicando cada vez más. El gobierno, desde 1976 precedido otra vez por Giulio Andreotti, atravesaba una situación de emergencia de la cual, según evaluaba Aldo Moro, era imposible salir sin el apoyo de los sindicatos, que respondían prioritariamente al partido Comunista Italiano.

Fue entonces cuando Moro avanzó en un juego religioso del que hacía tiempo participaba junto con Enrico Berlinguer, el secretario general del PCI: una coalición entre el Partido Comunista Italiano y la Democracia Cristiana en el Parlamento, a fin de gobernar en forma conjunta. Con la Unión Soviética casi golpeando a la puerta de Italia, parecía un riesgo demasiado alto para ser sumado a los ya graves problemas de la península. El PCI podía terminar capturando el poder de un país importantísimo del lado Oeste de la Cortina de Hierro. Sin embargo, muchos eran quienes confiaban en la habilidad de Moro para calcular los riesgos y los tiempos.

Su proyecto consistía en mantener al Partido Comunista a medio camino, dentro de la mayoría parlamentaria, pero sin permitirle entrar en el Consejo de Ministros, lo cual implicaba que los parlamentarios comunistas no accedieran a funciones ejecutivas, al mismo tiempo que él confiaba en ir debilitando al PCI en las sucesivas elecciones. Con esa idea y con la experiencia de haber sido cuatro veces ministro de Relaciones Exteriores de Italia, le hizo saber a Richard Gardner, el embajador de los Estados Unidos en Roma, que necesitaría al menos un año para generar un clima tal que el Partido Comunista sufriera en las urnas una dura derrota y la Democracia Cristiana contabilizara una aplastante victoria.

Mientras tanto, Moro quería ayudar a los comunistas italianos liderados por Enrico Berlinguer, a liberarse de los últimos lazos que ellos que ellos mantenían con Moscú; justo cuando la situación estaba madura para algo así, ya que la relación entre al PCI y La Unión Soviética no habían faltado problemas y severos desentendimientos. La sinceridad de las intenciones de Berlinguer respecto de aquellos deseos de independencia era algo muy difícil de conocer, pero Moro había decidido que valía la pena correr el riesgo.

Los primeros que comprendieron –o alguien les hizo comprender- la naturaleza de aquel juego de Moro fueron los miembros de las Brigadas Rojas, quienes temían que el Partido Comunista Italiano quedara envuelto en una tela de araña de la cual no se pudiera salir, porque el sistema lo absorbería, lo debilitaría y todo eso acabaría en una derrota para los intereses de la clase trabajadora, de los que siempre las organizaciones armadas creían ser los legítimos y exclusivos representantes.

Años más tarde, cuando declaró ante la comisión el diputado Giorgio Pisano, del neofascista Movimiento Social Italiano, dio fundamento a aquellos temores de los grupos comunistas violentos: “Moro quería subir al barco a los comunistas; quería embarcarlos para dejarlos fuera; porque Moro siempre fue muy bueno en esto; siempre ha fagocitado a los adversarios y después lo ha reducido a puré”.

El 16 de marzo de 1978 estaba todo preparado en el Parlamento para presentar el Proyecto de Solidaridad Nacional, como se había denominado formalmente al acuerdo por el que el Partido Comunista apoyaría a la Democracia Cristiana, gracias a la hábil mediación de Aldo Moro.

Moro se preparó como todos los días. No era una persona que cambiara de hábitos y no lo hizo tampoco aquella vez. Salió de su casa a las nueve, como siempre. Desde hacía mucho tiempo, antes de comenzar su trabajo, pasaba por la iglesia de Santa Clara, en Piazza dei Giochi Delfici, para asistir a misa. No variaba el itinerario, sino que seguía el más breve: via Forte Trionfale, va Trionfale, via Mario Fani, via Stresa y via Della Camiluccia; algo que iba contra el a,b,c de las prácticas de seguridad. De cualquier modo, el ex presidente confiaba en su escolta de cinco hombres bien entrenados.

El Fiat 130 de Moro y el Alfa Romeo de la escolta, que circulaban por via Trionfale, doblaron por via Fani y, en el momento en el que llegaban al cruce con via Stresa, un Fiat 128 blanco con patente del cuerpo diplomático, freno bruscamente frente a ellos. Las luces del stop del 128 no funcionaban, de manera que la detención casi provoco un choque y la desorientación de la custodia por unos pocos segundos resulto suficiente para que varios hombres armados, que se escondían en un bar clausurado que estaba en la esquina, recorrieran los cinco metros que les faltaban para acercarse al automóvil de Aldo Moro. Uno de esos hombres era Martio Moretti, el jefe militar de la operación ejecutada por las Brigadas Rojas.

Los brigadistas dispararon inmediatamente sobre los miembros de la custodia, comenzando por el mariscal de carabineros Oreste Leonardi, que hacía 15 años acompañaba al presidente y era uno de los que tenía mejor puntería. Sin embargo, todos se vieron desbordados. No se supo cuántos brigadistas atacaron. Los peritajes demostraron que había rastros de municiones de seis armas, pero un solo tirador había hecho la mitad de esos disparos, que en total fueron más de noventa. Lo cierto es que los cinco hombres de custodia fueron asesinados tan rápidamente que la posición del cuerpo de algunos de ellos revelaba que ni siquiera habían atinado a empuñar sus pistolas. Pino Rauti, un testigo que vivía sobre via Fani y escucho el tiroteo, vio desde el balcón de su casa a un hombre al que sacaban de un auto y que llevaba una bolsa en la mano.

Entendió de inmediato que se trataba de un secuestro y corrió adentro a llamar al 113, el número para emergencias policiales en Italia. Apenas le atendido, la operadora le informo que la persona a la que se llevaban era Aldo Moro. Rauti tuvo el primer impulso de tomar su arma y disparar sobre los secuestradores, pero sintió temor y desistió enseguida. Cuando declaro lo que había ocurrido, todavía se preguntaba aquella mujer como sabia del conmutador que se trataba de Aldo Moro, en el mismo momento en el que el secuestro se estaba llevando a cabo. La bolsa que vio aquel vecino nunca fue hallada. En ella, el ex presidente llevaba siempre consigo la documentación más reservada que manejaba y que no confiaba siquiera a sus guardaespaldas.

Motivos de alarma no habían faltado antes de la emboscada de via Fani. Además de una serie de movimientos raros que se registraron durante los días anteriores, cerca de la oficina de Moro, las Brigadas Rojas habían dejado u n aviso el 2 de noviembre de 1977, cuando hirieron en una pierna al diputado democristiano Publio Fiori. En ese momento, los terroristas escribieron una leyenda en el lugar del atentado: “Hoy Fiori, mañana Moro” y el diario “Il Popolo” fotografió y publicó aquel grafiti.

El 15 de marzo, día anterior al del secuestro, el SIP, que era uno de los servicios de inteligencia de Italia, a cuyo frente estaba Michele Principe –miembro de la P2, como todos los jefes de los servicios italianos por entonces- fue alertado sobre la posibilidad del atentado, pero no sólo no previno el hacho, sino que una vez ocurrido saboteó el seguimiento de los secuestradores. Antonio Esposito, otro miembro de Propaganda Due, dirigía el monitoreo telefónico desde la central del Sip. Tiempo después, fue rastreada una llamada desde el número de línea al teléfono del refugio de Valerio Morucci, uno de los miembros de las Brigadas Rojas que participaron de la “operación Moro”.

La decisión de negociar o no negociar con los terroristas que mantenían a un ex jefe de Estado secuestrado era –como siempre y con cualquier persona- un problema ético de difícil solución y, en cualquier caso, es sabido que siempre resulta más fácil elaborar argumentos de firmeza cuando está en juego la vida de otro. Sin embargo, Andreotti no tenía dudas. Era admirado por esa seguridad que mostraba en todas sus decisiones, pero la manera con la que iba a encarar la situación de su predecesor en el cargo podía revolver las vísceras de muchos de sus compatriotas.

Moro, a quien en contadas ocasiones suficientemente estudiadas le permitían comunicarse con el exterior, el 4 de abril de 1978 envió una carta a Benigno Zaccagnini, el secretario general de la Democracia Cristiana, por la cual le pedía una acción humanitaria que podía consistir en un intercambio de prisioneros. Al mismo tiempo, ponía sobre el destinatario una carga moral: Moro estaba ocupando en la negociación el puesto que el propio Zaccagnini debió haber cubierto y, por lo tanto, estaba pagando una cuenta del partido y no una personal.

De acuerdo con lo pactado con los brigadistas y su víctima, aquella carta tenía que mantenerse en secreto, pero los secuestradores la hicieron pública y, al mismo tiempo, aclararon que el intercambio de prisioneros era una propuesta de Moro y no de las Brigadas Rojas.

La publicidad de la correspondencia de Aldo Moro era funcional al plan de Andreotti de desacreditar al ex primer ministro y, de ese modo, atenuar el impacto de su muerte.

El mismo 4 de abril por la tarde, Andreotti pronuncio un discurso ante la cámara por medio del cual dio origen a la estrategia que podía llamarse –y se llamó- “Moro no es Moro”. El que escribe es Moro, pero no está en su sano juicio; está asustado o sufre del síndrome de Estocolmo y se identifica con los secuestradores; de modo que, entonces, sus mensajes no deben ser tomados en cuenta. Esto es lo que Andreotti quiso decir –y dijo, con sus usuales eufemismos- a sus colegas y a todo aquel que dudara de la “línea de la firmeza”.

Antes de que Moro fuera asesinado, lo mataron políticamente; lo mostraron como un hombree que no estaba a la altura de un ex jefe de Estado. Pero hicieron más. La misma mañana del secuestro, el diario “La Repubblica” –impreso la noche anterior- apuntó contra él en un famoso y por entonces estridente caso de corrupción de la empresa estadounidense Lokheed, que involucraba a Italia, Holanda, Alemania Occidental y Japón. Veinte años después, en el mismo diario, Giovanni Moro, el hijo del estadista, sostuvo en un reportaje que aquella noticia había sido fabricada por la fuente que la suministro para frustrar el proceso político que su padre había iniciado. Si Moro era o no un santo, este era una cuestión difícil de establecer, pero lo cierto es que su demonización resultaba muy oportuna a la voluntad de no rescatarlo.

A pesar de todo, el gobierno quería guardar las apariencias y contrato a un personaje llamado Steve Pieczenik, un experto de los Estados Unidos en resolución de crisis internacionales; pero el especialista declaro en cierto momento que no veía voluntad política de parte de sus contratantes para salvar a Moro y que su presencia iba a servir de excusa para legitimar la conducta del gobierno Italiano, por lo cual él se retiraba de la negociación antes del término previsto; y se fue.

Cuando las listas ge Gelli se descubrieron en los allanamientos de Arezzo, tres años después, se comprobó que casi todos los oficiales que formaron parte del Comité de Crisis para resolver –o, mejor dicho, para no resolver- el secuestro de Aldo Moro estaban inscriptos en la P2: el general Giusseppe Santovito, del Sismi; el general Giulio Grassini, el Sisde ( ambos, servicios de inteligencia italianos); el general Rafaele Giudice; le general Donato Loprete ( los dos de la Guardia de Finanzas); el almirante Giovanni Torrisi, jefe de Estado Mayor de la Marina, y el almirante Marcelo Celio. Algunos de ellos –y Propaganda Due como organización- estuvieron comprometidos en el negocio del petróleo con Libia y con Libia en general, como aliado político y socio económico de la logia.

El diario secreto de la presidente de la Comisión P2, Tina Anselmi, aparecía escrito, sin fecha pero en una nota que sin duda era de febrero de 1982: “Moro hizo una política pro-Libia y después cambió: su secuestro fue el precio pagado”.

Desde la partidocracia el único que rompió la “línea de la firmeza” fue el socialismo, algunos de cuyos hombres, por orden de Bettino Craxi, se pudieron en contacto con Renato Curcio, un histórico líder de las Brigadas Rojas, y Alberto Franceschini, uno de los fundadores de la organización, quienes estaban presos en la cárcel de Tunín.  De ese modo, consiguieron una suspensión por cuarenta y ocho horas de la ejecución de Aldo Moro, que ya había sido decretada el 16 de abril y difundida mediante un comunicado del grupo terrorista.

Las negociaciones finalizaron de un modo que hacía dudar de la sinceridad de Craix. Los brigadistas históricos, desde la cárcel, querían la liberación de Moro y temían que su muerte agravara su propia condición de detención. Por eso estaban dispuestos a abrir tratos para la liberación de los prisioneros políticos –como se llamaban a sí mismos- o, incluso, para un mejoramiento de las condiciones carcelarias. Si a consecuencia de esa negociación los fundadores de las Brigadas Rojas hubieran pedido la liberación de Moro, los secuestradores –brigadistas más jóvenes- se hubiesen visto en un problema serio para negarse. Pero Bettino Craxi no respondió a la propuesta. Alberto Franceschini no ocultó su frustración por el silencio del jefe de los socialistas y la falta de profesionalismo de Mario Moretti, el jefe brigadista de la “operación Moro”, que desperdiciaba una extraordinaria perspectiva política.

Antes de la sentencia, los terroristas simularon, como siempre, una de sus payasescos procesos revolucionarios. El interrogatorio estaba a cargo de Moretti, que hacía las preguntas ya convenidas con su supuesto “comité ejecutivo” y las registraba en un grabador, pero pronto abandonó la grabación. El material grabado fue destruido y esto suscitó la sospecha de una persona externa a las Brigadas Rojas durante el “juicio”.

Aunque el trauma del asesinato de Moro había afectado a los participantes para siempre, las Brigadas Rojas nunca recibieron más militantes como a partir del momento de aquel magnicidio, lo mismo que la guerrilla en la Argentina desde el asesinato de Pedro Eugenio Aramburú. Nada podía ser más parecido a aquel otro magnicidio, ejecutado ocho años antes. Sendos secuestros y homicidios perpetrados por grupos de la guerrilla urbana con la complicidad de las respectivas estructuradas de gobierno y en vísperas de una negociación política para la planificación de sus naciones; inacción de las fuerzas de seguridad; los verdugos sufriendo ataques de pánico; personas ajenas a la célula terrorista durante los interrogatorios; cintas de grabación destruidas… Los pacificadores morían y se abría paso la confrontación. Solo faltaba que los brigadistas enviaran una carta a Enrico Berlinguer preguntándole si habían arruinado sus planes, como hicieron los montoneros con Perón. Pero Berlinguer debió negociar con Giulio Andreotti, el mismo que cuatro años después amenazó de muerte a Roberto Calvi por adherir a la línea del Papa y arruinar la Ostpolitik; la política de entendimiento con la Unión Soviética.

Tenía razón Cristina Nosella, la periodista del diario de Pecorelli, cuando comparó el asesinato de Aldo Moro con el de Aramburú y destaco que todavía no se había investigado lo suficiente sobre las conexiones internacionales de las Brigadas Rojas y de Montoneros. Si el equipo de Pecorelli seguía investigando, iba a terminar descubriendo el papel de la P2 detrás de algunos movimientos guerrilleros. Tal vez no faltaba mucho para eso, ya que O.P. había comenzado a publicar los vínculos de Gelli con el comunismo.

Varios años después, el Servicio de Informaciones y Seguridad Militar de Italia –SISMI- revelo que el 3 de abril de 1978 el Comando General del Arma había recibido una información sobre elementos argentinos en Europa dispuestos a organizar secuestros y que, además, miembros de Montoneros asesoraban a organizaciones terroristas italianas, españolas y francesas.

El 17 de abril de 2015, 37 años después de la emboscada de via Fani, el general Nicolo Bozzo –brazo derecho del famoso general Carlo Alberto Dalla Chiesa, vicecomandante del arma de Carabineros- reveló, en un reportaje al diario “Il Fatto Quotidiano”, que él y Dalla Chiesa conocían con precisión y aún antes del secuestro la existencia del departamento de via Montalcini, donde las Brigadas Rojas mantuvieron prisionero a Aldo Moro. Sabían, incluso, que se estaba acondicionando el departamento como una posible “cárcel del pueblo”. Lo comunicaron al general Mario De Sena, jefe del Estado Mayor del arma de los Carabineros, pero De Sena guardó silencio y bloqueo cualquier investigación en el lugar. También los servicios secretos de Israel sabían dónde estaba Moro y se lo hicieron saber a Giulio Andreotti, pero él no movió un dedo.

En 1990, el general Mario De Sena se convirtió en el alcalde de Nola, su ciudad natal, con el apoyo del jefe de la Camorra napolitana, Carmine Alfieri, quien después fue su cómplice en un negociado inmobiliario de grandes proporciones por el cual el ex jefe de Carabineros fue arrestado el 5 de junio de 1993 y condenado varios años después. Pablo Galasso, un camorrista arrepentido, lo había delatado. El capo de la Camorra, en cambio, fue absuelto por prescripción.

Los miembros de las Brigadas Rojas que participaron del secuestro y asesinato de Aldo Moro, una vez cumplida una pena absurdamente reducida a muy pocos años de cárcel, se reinsertaron en la vida laboral en actividades de telecomunicaciones e informática, bajo la guía de Mario Moretti, diplomado como perito electrónico en el instituto Montani di Fermo. Uno de ellos, Alessio Casimirri, huyó a Nicaragua e instaló un restaurante en Managua, protegido por el gobierno sandinista, cuya Corte Suprema, después de un largo proceso que culminó en 2015, negó su extradición a Italia.

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