UN HOMBRE SOSPECHOSO

¡Otra vez la Logia Lautaro!: Trampas contra Artigas

El Bicentenario tiene historias memorables, indispensables conocer para comprender el ADN de la Argentina 2016. Es evidente que a los líderes porteños les importaba más mantener sus privilegios, representados en el usufructo del puerto de Buenos Aires y su aduana, en la independencia. Y no ahorraron trapisondas contra el peligro de licuación de su liderazgo. La guerra contra José Gervasio Artigas Arnal fue prueba de ello. Y existieron personajes nefastos como Carlos María de Alvear, cofundador de la Logia Lautaro, un grupo que en su construcción de poder no siempre hizo lo correcto. Observan a José de San Martín y Tomás Guido cabe concluir que la propia hermandad masónica parecía dividida acerca de la agenda de la época. Todo esto aparece en este relato de Gabriel Pandolfo, periodista autor de “La Aventura Argentina - De Pedro Mendoza a la declaración de independencia 1536- 1816 (Planeta). Aquí un fragmento del capítulo 12, “Un hombre sospechoso”.

"El Venerable de la Logia Lautaro, en la etapa de su fundación, lo fue San Martín; orador, Alvear; secretario, Zapiola. Las iniciaciones se hacían con observancia estricta del sometimiento a las aplomaciones (informes) previas, del paso por la Cámara de reflexiones, vendado de los ojos, llamadas profanas, testamento, examen, pruebas, juramento o promesa, nombre simbólico, palabras de paso y retejamiento".

"No menos cierto que los grados eran tres: Aprendices, Compañeros y Maestros. Se usaban los signos de O.´. V.´. VV.´. H.´. M.´. E.´. V.´. conforme al Rito. Se distinguían los tres grados simbólicos y los filosóficos llegaban hasta el quinto, que eran los que habían alcanzado en Londres San Martín, Zapiola y Alvear. Cuando Gouchón habla de iniciados, esclavos y neófitos, incurre en errores tan evidentes como cuando toma por grados los de venerables o maestres. También es un absurdo garrafal querer dar valor litúrgico a los términos que, en cartas particulares, empleó San Martín al hablar de Cofradía, Hermanitos y Matemáticos, lenguaje figurado y caprichosamente elegido, con el propósito visible de no llevar a su literatura profana la terminología de los Reglamentos de la Orden. A tal punto se cuidaba el Protector de todo lo que significase hablar públicamente de los hechos, cosas y personas de la Institución, que al escribirle a Miller pidiéndole informes sobre la Logia, le contesta: "No creo conveniente hable Vd. lo más mínimo de la Logia de Buenos Aires, estos son asuntos enteramente privados, y aunque han tenido y tienen una gran influencia en los acontecimientos de la revolución de aquella parte de la América, no podría manifestarle sin faltar por mi parte a los más sagrados compromisos".
Augusto Barcia,
Gran Maestre del Gran Oriente Español, Gran Comendador del Supremo Consejo del Grado 33 para España, Gran Oriente Federal Argentino - GOFA.

 

por GABRIEL PANDOLFO

En el puente de la “Hércules”, la fragata insignia de Guillermo Brown, sus oficiales lo felicitaban por la completa victoria. El 17 de, mayo de 1814, el experto marino de 38 años había vencido a la flota española que protegía Montevideo con más astucia que fuerza. Durante el combate del Buceo, que duró dos días, los barcos chicos pudieron refugiarse en el puerto, pero la mayor parte de las naves españolas fue tomada o destruida por la escuadra patriota. Dos de ellas ardían en la playa en el momento de capitulación, otras habían escapado con rumbo a España. Gaspar de Vigodet tendría que rendirse, Brown le había dado el tiro de gracia.

El marino irlandés había crecido en un barco. Apenas emigrado con su familia de Irlanda a Filadelfia, EE.UU., quedó huérfano; tenía 9 años. Se enlistó como grumete en un barco norteamericano que sería su hogar. A los 19, hecho capitán, cayó prisionero de los británicos, y luego de los franceses. Más tarde se escapó y regresó al Reino Unido para ingresar en la Royal Navy, donde sirvió entre 1801 y 1809. Ese año se casó y emigró a Montevideo. Se inició en el comercio y al poco tiempo trabó amistad con Guillermo White. Antes de que lo nombraran jefe de la escuadra, lo había asesorado a él y a Larrea en la compra de las naves que iniciarían con la gloria la Armada Argentina.

Alvear, siempre oportuno, llegó al sitio de Montevideo horas después de la victoria de Brown. Había zarpado de Buenos Aires el 9 de mayo con 1.500 soldados que sumó a las líneas comandadas por Rondeau, ya reforzado con granaderos a caballo y tropas de infantería. Lo reemplazaría en el mando; Rondeau debía hacerse cargo del Ejército del Norte. Vigodet no era su objetivo principal. O en todo caso, ya había sido vencido. Su propósito de fuego era Artigas.

Vigodet, acorralado, quería reiniciar las conversaciones que se habían estancados en abril, cuando exigió que fueran los orientales quienes quedaran a cargo de Montevideo, hasta que Fernando VII y los diputados de las Provincias Unidas resolvieran la situación del Río de la Plata. Alvear se negó a negociar hasta que no entregase las armas. Las condiciones anteriores habían caducado. De todos modos, Alvear les había escrito sendas cartas a Otorgués y a Artigas, y los invito a efectivizar el requerimiento de Vigodet. “Mi estimado paisano y amigo. Nada me será más satisfactorio que ver la plaza de Montevideo en poder de mis paisanos y no de los godos”, les decía.

Vigodet se retiraría a España, embarcándose en Maldonado, pero ya no con todos los honores, ni todas las armas.

El 20 de mayo, el negociador Manuel de Sarratea llegaba a Londres, como se había acordado en las bases preliminares de Río de Janeiro con lord Strangford. Apenas desembarcó en Falmouth confirmó que los franceses se habían retirado de España, que Napoleón había sido desterrado a la isla de Elba y que Fernando VII reclamaba desde Valencia sus dominios en los dos hemisferios. Amenazaba, además, a las cortes de Cádiz con el cadalso si no se ceñían a su disposición de anular la Constitución de 1812, de corte liberal, según la cual el rey ya no sería el poder absoluto. El 25 de mayo, en fecha tan cara para los rioplatenses, Sarratea le escribió al rey español: “Vasallo de Su Majestad y Diputado del Gobierno de Buenos Aires para la conciliación con la metrópoli…”. Lo felicitaba por haber recuperado tal soberbio trono y por su natural gallardía al decretar fenecida la autoridad de Cádiz. Su conducta era la esperada.

San Martin ya se había alejado del mando del Ejército del Norte y descansaba en Córdoba, pero sus oficiales seguían ponderando sus instrucciones. El coronel Warnes salió de Potosí al encuentro de su par Arenales, que se acercaba a Santa Cruz de la Sierra de Cochabamba, para subordinarse a él y terminar con la amenaza del coronel Blanco, que asolaba la región. Lo espiaron durante varios días para adivinar sus planes. Una vez advertidos de las intenciones de Blanco, Arenales decidió emboscarlo en uno de los pasos que atravesaría. Allí lo esperaron el 25 de mayo, posicionados cada uno en un flanco del camino. A las 11:30 de la mañana escucharon disparos a lo lejos, el enemigo se acercaba. Cuando lo tuvieron a tiro, escondidos entre las ramas del monte, lo dejaron pasar para poder envolverlo en una carga simultánea. Súbitamente se lanzaron al ataque, derrotándolo en muy poco tiempo. Blanco no tenía salida, murió en el combate; había sido atrapado entre dos fuegos, sin ninguna posibilidad de usar la artillería. Unas columnas pudieron escapar del asalto, pero Arenales salió de prisa tras ellos. A los perseguidos, el instinto los hizo dar vueltas para no ser atropellados por la espalda. En el movimiento de contraataque, el coronel Arenales quedó expuesto a las balas y sables, que lo alcanzaron volteándolo del caballo. Mientras sus hombres aplastaban al enemigo, lo dieron por muerto, así como sangraba tendido en la tierra. Luego, lo cargaron al hombro. Estaba vivo, con 14 heridas sangrantes en el cuerpo. No soltó una sola queja. En la batalla de La Florida los patriotas capturaron 99 prisioneros, dos banderas, 2 cañones, 200 fusiles y produjeron alrededor de 100 muertos. Sus pérdidas fueron un muerto y 21 heridos. Tras esa batalla triunfal las provincias unidas recuperaron Santa Cruz, obligaron a los realistas a refugiarse en las cercanías de Salta.

En aquel momento, el interés del gobierno estaba puesto en el otro frente caliente de la guerra. La Banda Oriental era un bien estratégico para las negociaciones con España. El sentido común decía que sería la playa de desembarco de una posible expedición punitiva al Río de la Plata. Era verdad, aunque no tenía manera de confirmarlo: Fernando VII estaba pensando en mandar una flota armada con unos 15.000 soldados.

Luego de arduas conversaciones entre los delegados de ambas partes, por fin Alvear y Vigodet firmaron, el 20 de junio de 1814, los cuarenta y dos artículos, más uno adicional redactado en foja aparte, fijando las condiciones de la entrega de Montevideo. Al día siguiente de sellado el acuerdo, se enviaron víveres a la exánime ciudad.

Dos días después de firmado el convenio, Alvear ingresó con parte de su tropa a la fortaleza del Cerro. Tomo el control. Para no generar desconfianza, izó la bandera española. Al día siguiente, violando varios artículos de lo pactado, entró a la ciudadela montevideana por la puerta del norte, apresó a Gaspar de Vigodet y a su Estado Mayor, les quitó las armas y las banderas y los subió a la “Hércules” para que los llevara a Río de Janeiro.

A Buenos Aires informó que se había visto obligado a tomar la ciudadela porque había interceptado comunicaciones entre Vigodet y Otorgués, la mano derecha de Artigas, con planes para ejecutar una contraofensiva. Era mentira. Secuestró un botín de 5 millones de pesos, 5.500 hombres que incorporó a sus filas, 22 oficiales, 9.000 fusiles, 338 cañones, 8 banderas y más de 10 buques anclados en el puerto.

Fernando Otorgués, ajeno a las intrigas de Carlos Alvear, aceptó su invitación para hacerse cargo de Montevideo, como lo había exigido Vigodet meses atrás,  y acampó en Las Piedras, a la espera de un encuentro formal con el poderoso jefe porteño.

El 24 de junio, en medio del silencio de la recién llegada mañana, Alvear y su escolta desmontaban en el campamento del jefe oriental. Los ojos de Alvear se fijaron sobre los de Otorgués al estrecharle la mano y le anunció que estaba allí para hacer los arreglos de su entrada a Montevideo. Se sentó junto al fogón y discutió relajadamente con Otorgués los pasos que debían dar para cumplimentar la transición. Se despidió del segundo de Artigas como un viejo amigo y partió hacia Montevideo con dos delegados orientales, el doctor Revueltas y Antonio Suanes. Apenas llegó a la ciudadela, los hizo apresar y ordenó que los sujetaran frente a un pelotón y simularan su fusilamiento. Se reía. Confiaba en su olfato. Otorgués había bajado la guardia. Almorzó, durmió la siesta y al caer la tarde hizo montar a una fuerza numerosa con la que salió para Las Piedras. A las 9 de la noche ya estaba sobre el campamento. Sin piedad, lanzó un ataque contra las fuerzas de Otorgués que dormían a la intemperie. Mataron unos 200. Los pocos que pudieron escapar con lo puesto se escondieron en Santa Lucía. Al regresar a Montevideo, Alvear llamó al comandante José de Moldes, jefe a cargo de la ciudadela, para que hiciera disparar salvas de festejo “dada la importancia del asunto”.

El 25 de junio, con la satisfacción de haber tomado Montevideo todavía latiéndole, le escribió a su tío Gervasio Posadas, el director supremo, dándole detalles de los hechos: “Sólo pude apoderarme de ollas, calderas y chinas con que esta chusma está siempre cargada”. En su diario escribió: “Artigas no vino, lo cual fue un suceso feliz porque a él no hubiera sido fácil alucinarlo”.

Acababa de cumplir 24 años, y por sus logros recientes su tío lo nombro brigadier general y “benemérito de la Patria en grado heroico”. El Cabildo de Montevideo le dio los honores de “regidor perpetuo” como premio “en memoria e sus distinguidas acciones y trabajos”.

A más de 10.000 kilómetros de allí, en Londres, lord Castlereagh, ministro de Relaciones Exteriores del Reino Unido, no quiso recibir a Sarratea. Había declarado en el Parlamento; lideraba la Cámara de los Comunes; que los sudamericanos “rebeldes” no merecían la aprobación británica, tras lo cual anunció una firme alianza con España, la que firmaría el 5 de julio de 1814. A través de ella, Inglaterra obtendría beneficios comerciales en todos los territorios españoles, comprometiéndose “a no proporcionar armas, ni municiones ni otro artículo de guerra a los insurrectos”.

Al ladrido de los perros, una mujer asomó la cara por la puerta de la cocina para ver quien llamaba. Era Tomás Guido, oficial mayor de la Secretaría de Guerra, quien volvía a Buenos Aires luego de un corto trabajo como secretario de Gobierno en Charcas. Había ido a visitar al coronel San Martín en la estanzuela cordobesa de Saldán con algunos otros “hermanos”, no muy seguro de su enfermedad, pero atento a su salud. Eran los primeros días de julio de 1814.

-¿Quién me busca?- preguntó el coronel, dejando a un lado la lectura de los “Comentarios reales de los incas”, del mestizo Garcilaso de la Vega.

Sus fuerzas físicas y morales estaban establecidas, como observaron sus convidados. Durante el almuerzo los visitantes lo enteraron de que Alvear había corrido a José Rondeau de Montevideo cuando ya estaba por tomarla.

-¡Esta revolución no parece de hombre sino de carneros!- soltó luego de apurar un trago. La frase se le había pegado, era el lugar común de sus opiniones.

A la victoria de Brown en el Buceo la consideró la más importante de la revolución. Luego contó algunas anécdotas acopiadas durante las últimas semanas, las que reforzaban su posición sobre la falta de energía para terminar con la opresión española. Relató otra vez la historia del peón que había sido golpeado brutalmente por el mayordomo español como castigo de una falta.

-¿Qué les parece a ustedes? Después de cuatro años de revolución, ¡un maturrango se atreve a levantarle la mano a un americano!

Agregó también, que a los pocos días el mayordomo trató de hacer lo mismo con otro peón y este lo acuchilló ahí nomás. Lanzó una risa gruesa. Todos lo festejaron.

Después de agasajarlos con el almuerzo, él y Guido se acomodaron más allá de los frondosos algarrobos que rodeaban el patio, bajo un añoso nogal a cuya sombra gustaba sentarse.

Hablaron largo y tendido. Coincidieron en que había que fortalecer el carácter revolucionario para la liberación sudamericana. Se alertó a sí mismo ante la posibilidad de que los españoles iniciaran operaciones por los Andes para llegar a Buenos Aires; si alguno de ellos tuviera dos dedos de frente ya lo habría hecho. Discutieron los aspectos económicos, militares y políticos del plan que había hecho propio. Tendría también beneficios, pues los españoles despejarían el Alto Perú para cuidarse de un avance desde Chile. Después, le pidió que lo ayudase a gestionar la gobernación de Cuyo.

La rudeza y crueldad con la que Alvear había atacado el campamento de Otorgués traería sus consecuencias. Pero para la élite porteña era la cosa más urgente ponerle frenos a Artigas y a sus seguidores. Si no lo hacían, Buenos Aires corría el riesgo de verse encerrada por la liga federal, las provincias de los llamados Pueblos Libres. El caso del Congreso de Corrientes era un ejemplo del empuje y entusiasmo que podía despertar en las demás provincias la autonomía federal. A principios de julio de 1814, la provincia de Corrientes abolió los derechos a las exportaciones de tabaco y yerba mate, fomentó el cultivo de algodón, decretó un empadronamiento masivo, rectificó los límites geográficos de todos sus partidos, organizó un regimiento de veteranos, creó la comandancia de Goya y una escuadrilla naval que puso a las órdenes del irlandés Pedro Campbell. Algo inédito en el resto del territorio.

En aquellas horas, Alvear se vio sorprendido y asustado por la llegada a Montevideo de tres delegados de Artigas, de gira por la campaña. El jefe oriental quería evitar la guerra civil a toda costa, y, pasando por alto el atropello perpetrado contra la tropa de Otorgués, los delegados lograron fijar las bases de un pacto con Alvear el 5 de julio. Se dividiría la Banda Oriental en dos, Montevideo sería gobernada por Rodríguez Peña en nombre de Buenos Aires, y la campaña por los orientales; a Artigas se le restituirían sus honores, grado y el cuerpo de Blandengues; se elegirían nuevos diputados para la Asamblea; el gobierno nacional se haría cargo de los sueldos de la tropa y Artigas retiraría sus “pretensiones” de Entre Ríos. El caudillo oriental dio su conformidad, pero agrego un punto más: “Fomentar la prosperidad”. Con respecto al retiro de su influencia directa en Entre Ríos, Artigas no lo tomó como una claudicación, pues su ideario era el de autonomía e independencia, causa que cada provincia debería defender por sí misma, aunque contaran con su protección. El 22 de julio Alvear dejó Montevideo. “La guerra ha terminado del modo más feliz”, informaría en Buenos Aires.

Artigas, por su parte, recibió una carta del general Pezuela, mal informado de las razones por las que el caudillo oriental no había participado del sitio de Montevideo. El militar español creyó posible un acuerdo con él, señalándole que fueron “los caprichos de un pueblo insensato como Buenos Aires que han ocasionado la sangre y desolación de estos dominios”, para declararle luego que “impuesto que V.S. fiel a su monarca, ha sostenido sus derechos combatiendo contra la facción; por lo tanto cuente V.S., sus oficiales y tropa con los premios a que se han hecho acreedores”.

Artigas tuvo que leer la carta varias veces para poder desentrañar el verdadero objeto de ella y la razón del equívoco. Luego de cavilar sobre el asunto, el 28 de julio le dictó a su secretario, Miguel Barreiro: “Han engañado a V.S. y ofendido mi carácter cuando le han informado que yo defiendo a su rey. Si las desavenencias domésticas han lisonjeado el deseo de los que claman por restablecer el dominio español en estos países… yo no soy vendible ni quiero más premio por mi empeño que ver libre a mi nación del poderío español. Vuelva al enviado de V.S. previendo de no cometer otro atentado como el que ha proporcionado”.

Los días pasaban y los jefes orientales comenzaron a inquietarse nuevamente al no recibir el oficio con la rehabilitación de Artigas. Rodríguez Peña, que ya se había hecho cargo del gobierno de Montevideo, recibió el reclamo de García Zúñiga y Barreiro el 12 de agosto. Le pedían precisiones sobre los trámites inherentes a la condición de su jefe, sobre quien todavía pesaban cargos de sedición y su cabeza tenía precio.

-Artigas debe dar el primer paso reconociendo al Directorio- les contestó Rodríguez Peña.

El 22 de agosto, Artigas le hizo llegar una nota al gobernador Rodríguez Peña, contestándole sobre la nueva y abusiva exigencia de Buenos Aires: “Yo he dado todos los pasos que pudieran exigirse; en el gobierno está únicamente la dilación”.

Barreiro insistió ante Rodríguez Peña:

-Hágalo el gobierno nuevamente ciudadano y él como ciudadano reconocerá al gobierno.

Pocos días después, Artigas fue rehabilitado y ofendido al mismo tiempo. El gobierno porteño lo subestimaba y trataba con desprecio. Le habían fijado un sueldo como comandante de campaña, acompañando a la medida con la distribución masiva de panfletos en toda su área de influencia, señalando el monto de sus honorarios, pero sin hacer ninguna mención al acuerdo general. Artigas devolvió el nombramiento y el sueldo, señalando que no tenía necesidad de cumplir con su mandato en la campaña oriental bajo sueldo de Buenos Aires. Luego mandó a su hermano, Manuel Francisco, y al comandante José Eusebio Hereñú a ocupar Entre Ríos.

Cuando Buenos Aires le ordenó que abandonase Entre Ríos, Artigas le contestó que no estaba autorizado para disponer de la suerte de los pueblos a los que había dado su protección. La respuesta de Gervasio Posadas, títere de Alvear y de la logia, fue retirar a Nicolás Rodríguez Peña del gobierno de Montevideo y reemplazarlo por un militar, Miguel Estanislao Soler.

Alvear volvió a la Banda Oriental con ánimo de darle una fuerte sacudida y aplastar a los que llamaba “bichos”. Al frente de un poderoso ejército que creía invencible, contando en su estado mayor con el audaz y valiente coronel Manuel Dorrego, extirparía todo el mal de un solo golpe. En acciones simultáneas en Entre Ríos y la Banda Oriental, se dio cuenta rápidamente de que se había excedido en su pronóstico. Las cargas guerrilleras a uno y otro lado del río Uruguay eran incesantes, aguerridas y agotadoras para su ejército.

Avisado de la brutal resistencia oriental, Posadas envió agentes a ambos lados del río para corromper a ambos oficiales de Artigas. Buscando un complementario que reforzara sus intenciones, separó por decreto a las provincias de Corrientes y Entre Ríos de la Liga de los Pueblos Libres, como si fuese posible decretar el fin de la lluvia. A esta medida sumó una rebaja de impuestos para los hacendados del 50%. Su estrategia dio un inesperado resultado, por celeridad. El joven Genaro Perrugorría, de 24 años, presidente del Congreso correntino, y el jefe militar José Eusebio Hereñú, de Entre Ríos, accedieron encantados por el oro.

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