MÉXICO 1986

Maradona, Passarella, Valdano y Bilardo, 30 años después

Sucedió el miércoles 22/06/1986, el mismo día cuando en España, Felipe González lograba su reelección al revalidar el PSOE la mayoría absoluta en las elecciones generales. En el estadio Azteca, de Ciudad de México, la selección argentina de fútbol derrotó a la de Francia 2 a 1. En aquel memorable partido, Gary Lineker anotó su 6to. gol, en el minuto 81, ganando el título de mayor goleador de la Copa FIFA México 1986. Pero el encuentro es recordado por los 2 goles de Diego Armando Maradona: el conocido como “La mano de Dios” (minuto 50) y el llamado "Gol del Siglo" (minuto 55). Es decir que se cumplen 30 años de aquel evento, y coincide con la selección argentina, con Lionel Messi como estrella, disputando la Copa América. ¿Cómo se gesta un equipo campeón? La convivencia y el vestuario no es el que cuentan en los diarios o en la TV. La vida real es bien diferente, y en parte en esa cuestión que nada tiene que ver con lo estrictamente competitivo, se juega el éxito o el fracaso, la garra o el pecho frío. Impactante recordarlo todo en el libro de Andrés Burgo, “El partido Argentina – Inglaterra 1986” (Editorial TusQuets), cuyo capítulo 6 se reproduce:

por ANDRÉS BURGO

A los 30 minutos del partido, y después de que Maradona y Valdano ensayaran un doble taco en la jugada que terminaría en el barullo entre Giusti y Shilton, las tribunas del Azteca se sacuden.
“Fue un partido tan serio que fue el único en el que los mexicanos no hicieron la ola”, dijo Valdano en Financial Times, en el año 2000, y sin embargo es un desliz en la memoria del ex delantero.
Los hinchas mexicanos tienen una extraña forma d manifestarse: desatan una ola, un movimiento que practican en orden radial, levantándose de sus asientos y extendiendo las manos hacia arriba, hasta dar la vuelta completa al estadio. El fenómeno resulta tan novedoso, uno de los rasgos de México 86, que en Inglaterra y pasaría a ser llamada y practicada bajo el nombre de “la ola mexicana”.

Desde entonces se convertiría en un clásico de la Copas del Mundo y de los Juegos Olímpicos, aunque no para la cultura futbolera argentina, que siempre destratará a la ola como si fuera un elemento intruso al fútbol. En efecto, el movimiento nació en un estadio de béisbol, en Estados Unidos, en 1981. Su creador fue un cheerleader, el jefe de los porristas de Oakland Athletics, cuyo trabajo consistía en animar a los espectadores. Como el partido contra los New York Yankees en el que se originó el invento –en 1981- fue televisado, la nueva forma de aliento se dispersó por el resto del país y de los deportes: a la semana llegó a un estadio de futbol americano en Seattle y en 1984 al fútbol de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Entonces los mexicanos –proclives a adoptar las modas de su vecino del norte- la importaron, la bautizaron como la ola y en 1984 se la mostraron a todo el mundo.

En los 15 minutos que le restan al primer tiempo, Inglaterra se desdibuja en el desierto Azteca: es un equipo sin coeficiente intelectual que se desinfla en pelotazos de 50 metros, a la caza de Lineker o Beardsley. Su creador, Hoddle, no tiene socios con quien descargar. El hombre que más aparece en escena es Reid, el 14, un bombero que apaga incendios en el mediocampo. Argentina está mejor, defiende con uñas afiladas, avanza en bloque y espera al genio, que a los 31 minutos reaparece.

-Maradona estaba lleno de energía, inspirado: aquello se parecía a la cruzada de un solo hombre- responde Hodge con un correo electrónico desde Wolverhampton-. Una vez que tenía confianza, era imposible detenerlo. No podíamos hablar con mis compañeros de como pararlo porque también estábamos ocupados en contener a los otros delanteros de Argentina, que eran excelentes, como Valdano y Burruchaga.

“En el primer tiempo, yo estaba en el banco de suplentes –dice Barnes en su autobiografía-. Cuando Argentina tenía la pelota, derivaba en Maradona, y era como si yo me sintiera paralizado, intoxicado por su habilidad. Estaba un paso adelante del resto, nunca había visto a un jugador como él. Verlo jugar era ver grandeza en movimiento. Los defensores eran como filas de estatuas que se cae ate el primer viento débil. Maradona era ese viento”.

La selección fluye tanto que Giusti hace un quiebre de cintura frente a Butcher, festejando con un furioso grito de ole desde las tribunas –el olé en el fútbol para celebrar las gambetas también se popularizó en México, como la ola, a partir de su tradición taurina-, y sufre una falta de Hodge. Aunque tiene poco ángulo para patear al arco, y la jugada pide más un centro en búsqueda de un cabezazo, Maradona intenta su gol de tiro libre: la pelota pega en la barrera y se va al córner. Allí lo esperan el juez de línea de Costa Rica, Berny Ulloa, y la foto más emblemática del primer tiempo.

-Yo no fui el juez de línea de la mano de Diego, sino el del chiste de la bandera- dice Ulloa, vía Skype, desde su casa en San José de Costa Rica-. Fue en el primer tiempo, cerca del final. Había un saque de esquina para Argentina y Diego vino a cobrarlo. Yo lo esperaba en la esquina. Había mucha gente en el lugar, los fotógrafos estaban metidos casi dentro de la cacha y Maradona me pidió que los hiciera correr para que pudiera patear. “Ok, por favor córranse”, les dije, y veo que algo cae detrás de mí. Que habrá pasado, me pregunte, y veo que Diego había botado el palo con la bandera. “No podemos jugar con sin esa banderola, es parte del campo de juego”, le dije. “Pero me estorba”, me contestó.

"Le respondí que íbamos a jugar sin eso. Su actitud era acreedora de tarjeta amarilla, pero tampoco lo iba exponer por una cosa tan sencilla que podía solucionarse de manera pacífica. Le hice una seña al árbitro principal para que se quedara tranquilo y le dije a Maradona que pusiera la banderola. “Usted la boto, usted la pone”, le repetí, a lo que me respondió: “no me rompa las pelotas”. “Yo no le estoy rompiendo las pelotas, ponga la banderola”, le insistí. Entonces levantó los hombros, dijo algo así como “Ok”, cogió el palo, lo puso en el hoyo, y puso la banderola por arriba, como si fuera un trapito. “No, no, ponga la banderola dentro del palo”, le pedí. Estaba haciendo el chollo, la broma como dicen ustedes los argentinos. Entonces cumplió con mi pedido. “Señor Ulloa, ¿complacido?”, me dijo. Y con la zurda puso el centro en el corazón del área."

“Al final le dije que el próximo Mundial lo voy a jugar de lineman”, diría Maradona dos días después del partido.

Más allá de su tremendo poder al servicio de lo anecdótico, Maradona es en ese momento, después de reubicar el palo del córner, un joven de 25 años que levanta vuelo hacia la epifanía del fútbol. A los 35 minutos, gasta sus últimos instantes como futbolista terrenal, la cuenta regresiva a su Shangri-La.

A los 36 minutos, y después de que Ruggeri rechazara un obús lanzado desde 60 metros por el único jugador con bigotes del partido, Stevens, Maradona recoge la pelota y corre 50 metros. Quiebra la cintura una, dos, tres veces, amaga para allá, viene para acá. Podría ser un bailarín del Bolshoi. Podría ser un velocista Jamaiquino.

-El fútbol es un espejo y Maradona es nuestro mejor espejo- dice Enrique -. Lo cagaban a patadas y seguía. Se tiraba a los pies, trababa, contagiaba. “Mierda, si el mejor de todos lo hace, tengo que hacerlo yo”, decíamos. La selección era Maradona, pero había un equipo. Tipos que jugábamos bien, con entrega y con huevos.

A los 40 minutos. Maradona corre sin la pelota, pero de todos modos recibe un codazo de Fenwick. El defensor que ya cargaba con una tarjeta amarilla y debió haber sido expulsado, se salva porque el árbitro no ve la infracción. Hasta ese momento, y antes del entretiempo del partido con Inglaterra, Maradona no es una leyenda ni despierta unanimidad. Al comienzo de México 86, colgaba a la altura de Michel Platini, un talentoso francés multicampeón de Italia, Europa e intercontinental con su equipo, la Juventus. Maradona comenzaba a revolucionar un Napoli que ya dejaba de ocupar sus habituales últimos puestos de la tabla, pero que todavía estaba lejos de la Juve de Platini.

En 1986 el Napoli había terminado tercero en el torneo italiano. Una frase de Valdano, posterior al partido contra Inglaterra, publicada en Crónica el martes 24 de junio, pone en contexto aquel duelo: “Diego es el mejor solista del mudo, a veces siendo su compañero uno se convierte en espectador. En cambio, Platini es el mejor director de orquesta”.

Así como Maradona llegó a México para demostrar -acaso por última vez- que podía ser el número 1 y reivindicarse de su desangelado Mundial en España 1982 –cuando no justifico su candidatura a ser proclamado el mejor jugador del mundo ni fue el líder que la selección necesitaba, además de haber terminado la Copa expulsado por una grosera patada a un brasileño-, también Argentina cargaba con un lastre en la mochila: era el debut contra Corea del Sur, un equipo de resultados adversos, algunos ridículos. Bilardo no generaba empatía y lo único que se preveía era un desastre.

-Al Mundial llegamos para el orto- grafica Giusti -, pero el grupo se fue consolidando en México.

El partido contra Inglaterra –el Mundial entero- es la historia de cómo un grupo de jugadores hizo enroque entre la ruina y la bienaventuranza, o como Maradona y sus copilotos enderezaron el avión que, hasta que el plantel llegó a México, parecía volar al planeta del fracaso. Es, también, la historia de cómo una pelea interna corroía al fútbol argentino: Menotti versus Bilardo, y Maradona en el medio. Esa riña fue el convulsionado preámbulo de la hazaña.

No es un disparate plantear que Maradona comenzó a ganarle a Inglaterra tres años antes de pisar el Azteca. En febrero de 1983, y recién nombrado entrenador de la selección, Bilardo viajó a Europa para establecer un primer contacto con los jugadores. Durante la gira, fue a casa de Maradona en Barcelona y le preguntó si quería ser el capitán de la selección. Diego tenía 23 años y, emocionado, se puso a llorar.

“Claudia salió corriendo a buscar las 200 cintas de capitán que tenía guardadas en el cajón. En cada viaje que hacía, en Austria o en Nueva York, siempre me compraba cintas, cintas, cintas”, recuerda Diego en su biografía, ‘Yo soy el Diego de la gente’, escrita por Daniel Arcucci y Ernesto Cherquis Bialo (Planeta 2000).

-Se armó una polémica bárbara –recuerda Burruchaga- porque todavía estaba vigente Daniel Passarella, que había sido el capitán de los Mundiales ‘78 y ‘82 en el equipo que dirigía Menotti, pero Carlos siempre le dijo al plantel: “La selección es Maradona y diez más”. Cuando un entrenador te da la cinta sabes que sos el líder, y el Gordo se puso al frente del grupo. Era el primero que batallaba, el primero que alentaba, el primero en todo.

Aquel viaje de Bilardo a Europa sería, además, el germen del enfrentamiento ideológico –elevado a guerra santa- que marcaría una cicatriz en el fútbol argentino: La pelea Bilardo-Menotti, la pelea entre el nuevo técnico de la selección y su antecesor, el hombre que la había conducido desde 1974 a 1982 y con quien había salido campeona del mundo en  1978. Como hasta entonces, marzo de 1983, cultivaban una relación amable –habían hecho juntos el curso de técnico y Menotti llegó a decir en 1982 que Bilardo podría sumarse a su cuerpo técnico como “espía” de los rivales argentinos de España-, se reunieron en Barcelona. Fue a pedido de Bilardo, que quería escuchar de boca de Menotti el relato de su experiencia. Ya nunca volverían a hablarse.

-La reunión fue en Barcelona y duró  cuatro horas- dice José Luis Barrio, entonces jefe de redacción de El Gráfico, el único periodista que montó guardia-. No me dejaron entrar, pero como en la gira yo comía y dormía todas las noches con Bilardo, en la cena le dije: “Negociemos, decime tres cosas”. Ahora es imposible que ocurra, pero la AFA no le pagaba el viaje y Bilardo aceptó que fuéramos nosotros para reducir sus gastos. Carlos me filtró tres datos: Que Menotti le había recomendado a Alberto Tarantini y a Hugo Gatti, pero no a Enzo Trossero. Un mes después, en su primera convocatoria Bilardo hizo todo lo contrario: llamó a Trossero pero no a Gatti ni a Tarantini. O sea, el nivel de bola que le dio, por lo que me dijo, fue cero. Y el problema grave vino después.

Tras su debut ante Chile, en mayo de 1983, a Bilardo le preguntaron por el (supuesto) estilo del fútbol nacional, pomposamente llamado “La Nuestra”, aquella proclama de gambetas y floritura técnica que los argentinos se habían atribuido a comienzos de siglo para distinguirse de los ingleses, unas raíces que Menotti – su antecesor en el cargo- reivindicaba al punto de arrogarse: “El fútbol que le gusta a la gente”.

Bilardo, sin embargo, lo puso en duda: “En el Mundial ‘78 no estuvieron Alonso, Bochini ni Maradona, jugadores que responden a esas idiosincrasia. El Mundial se ganó con (futbolistas más aguerridos, como) Luque, Passarella, Gallego y Kempes”, dijo Bilardo, que primero como jugador después como técnico se había forjado en un estilo diferente al de Menotti, casi antagónico.

Bilardo representaba a la escuela industrial, aguerrida, de Estudiantes de La Plata, el equipo que a partir de la organización técnica y el espíritu  revolucionario de Osvaldo Zubeldía, y con él cada uno de los jugadores, rompió la hegemonía de los cinco clubes grandes –River, Boca, Independiente, Racing y San Lorenzo habían ganado todos los títulos del profesionalismo hasta 1967.

“El lírico versus el pragmático, el izquierdista versus el conservador, la nuestra versus el anti fútbol –resumió el periodista Ezequiel Fernández Moores en Breve historia del deporte argentino (Ateneo, 2010)-. “¿Qué es hacer “la nuestra”? Es no hacer nada, dejar que los chicos jueguen y no enseñarles nada”, simplificaba Bilardo. “La nuestra es buscarle una identidad al fútbol argentino, buscar la eficacia a través de la belleza”, decía Menotti, más poético.

Menotti se sintió aludido por los dichos de Bilardo en Chile y, después de una derrota de una Argentina Sub 23 ante el Valladolid de España, le devolvió la crítica: “No se puede jugar un partido al otro día de haber bajado del avión tras un viaje a Europa. En este plantel habían muchos que gozaban de gran cotización y perdieron prestigio”, dijo en Clarín, el 4 de julio de 1983.

Bilardo entró en cólera: “Leí el diario y me enloquecí, me tuve que tomar dos lexotanil, pero nada me hacía efecto. Estaba envenenado”, reaccionó el técnico, según recuerda el libro “Esto (también) es fútbol de selección”, de Javier Tabares y Eduardo Bolaños (Planeta, 2013). Y al día siguiente le respondió en una conferencia de prensa: “Cuando asumí en la selección lo único que encontré fue una silla y un escritorio. No había carpeta de jugadores, no había calendario, no había contactos, no había nada. Este país necesita que se hable menos y se trabaje más. Estamos cansados del verso. Soy un tipo de barrio, tengo mis amigos de siempre. No soy amigo de (Joan Manuel) Serrat, no tengo la suerte de conocerlo. Soy amigo de Juan Carlos Calabró y de Miseria Espantosa”.

Menotti, que efectivamente era amigo del cantante catalán y que se sentía complacido citando a poetas, políticos y músicos –siempre que fueran de izquierda-, lo contraatacó más retórico:
“No pueden ofender los que quieren, sino los que pueden, y Bilardo no puede. No pueden ofender historias del tipo de mujer embarazada, con perdón de las mujeres embarazadas”, le dijo a La Nación el 8 de julio, en lo que se supone que fue un intento de señalar a Bilardo como una persona que pasaba por un momento de mayor sensibilidad de lo habitual.

En cuestión de horas se había levantado el muro de Berlín. En un lado, un ejército de Menottistas. Del otro, el batallón de Bilardistas. Jugadores, técnicos, periodistas e hinchas se alistaron para sumarse a una guerra sin balas que solo sería dialéctica. Bilardo-Menotti apenas se enfrentaron tres veces, dos en 1973 (uno como técnico de Estudiantes y el otro como de Huracán), y otra en 1996 (cuando dirigían a Boca e Independiente), y se odiaron durante décadas a través de los micrófonos. Juntos alimentaron una polémica, no exenta de megalomanías y golpes bajos, que crecería como una bola de nieve a medida que llegaba el Mundial de México.

“¿Cómo me pueden comparar con Menotti? Yo salgo fotografiado con mi mujer y con mi hija, no como él que no tiene problemas de salir con mujeres desnudas”, le dijo Bilardo a Tiempo Argentino el 24 de Abril de 1986, el día en que la selección salió del país. El diario recordó que “fotos de agencias internacionales (…) mostraron a Menotti acompañado de una sensual modelo alemana” durante el Mundial de España ‘82.

“Miren si será generoso el fútbol que a Bilardo lo sacó de la medicina -le respondió Menotti-. Ya ha demostrado que es un mediocre, un hombre que nunca ha terminado una frase”.

Todo lo que dijeran o hicieran pasaba a ser ponderado o descalificado. El menottismo se alistó en Clarín. El Bilardismo en Víctor Hugo Morales.

-Clarín me mataba por todos lados -recuerda Bilardo-: la tapa, la contratapa, los chistes. Caloi, que dibujaba a Clemente, un día vino a disculparse. Ponía “Bilardo” en el primer cuadrito, en el segundo “compadre”, y en el tercero todos palitos, signos de exclamaciones. Yo casi no dormía. Sabía que en donde más se leía el diario era en avenida Corrientes, entonces iba a las cuatro de la mañana a pedirles a los quiosqueros que no pusieran la tapa hacia la avenida, que la pusieran al revés, para que no se viera desde los autos.

En ese maniqueísmo, los menottistas cuestionaban que Bilardo le hubiera quitado la capitanía a Passarella, apodado El Gran Capitán, el jugador líder de los dos Mundiales anteriores. Ese sería el caldo de cultivo para la gran batalla interna de México: la pelea Maradona-Passarella.

“Le dije a Maradona “si venís a la selección te tiro la cinta de capitán”. Se lo dije porque el pibe necesita ser líder”, se justificaba Bilardo, en octubre de 1984, en El Grafico.

Las eliminatorias –a partidos ida y vuelta contra Venezuela, Colombia y Perú- se habían jugado entre mayo y junio de 1985 a golpe de tambor. Argentina debutó en Venezuela con un triunfo que pareció a una victoria pírrica. Cuando la selección llegó al hotel un hincha le tiró una patada a Maradona y le estropeó la rodilla derecha. Averiado, joven -24 años-, e inexperto en su rol, el nuevo capitán jugó las seis fechas de la clasificación pero no resplandeció ni fue líder.

Además, en los partidos como local, el estadio de River, en medio de la controversia Menotti-Bilardo, era un escenario hostil: parecía que se enfrentaban Argentina vs Argentina y los insultos siempre les ganaban a los goles. La clasificación a México fue taquicárdica: se consiguió en los últimos cinco minutos finales de la última fecha, contra Perú, en Buenos Aires –empate 2 a 2-, y no fue gracias a Maradona, intrascendente y arrastrando su pierna derecha. “El susto que tuve esa tarde no lo había tenido nunca”, reconocería.

La atonía de un Maradona que no encontraba las llaves del partido contrastó con el cacicazgo asumido por dos jugadores de la medula ósea del menottismo Passarella y Fillol, determinantes para conseguir el pasaje al Mundial, en especial el capitán por su gran jugada –pletórica de bravura y determinación- que antecedió al gol de Ricardo Gareca, él evitó la derrota. El Monumental despidió con una ovación a Passarella y en el vestuario, después del partido Fillol encaró a un Maradona que parecía hacer puchero mientras se sacaba las medias, como si le costara digerir que 70 mil personas hubiesen gritado “Pa-ssa-rella Pa-ssa-rella”: “Che, pendejo, ¿vos no vas al Mundial? ¿Qué te pasa?”- le reprochó. La fractura se había hecho presente dentro y fuera del plantel.

Maradona estaba en un limbo: era el mejor pero no podía demostrarlo. Encima, cuando comenzó el año del Mundial, su físico era un enigma.

“La máxima preocupación de Bilardo es Maradona –publicó La Nación el 13 de enero de 1986-. Decir a esta altura si Maradona jugará el Mundial en la plenitud de sus medios es un desafío muy grande”.

Con el Mundial contrarreloj y Maradona recuperándose de la rodilla, Argentina hizo en marzo de 1986 una gira por Italia, Francia y Suiza. La selección no organizaba. La selección no organizaba amistosos para jugar en el país: Bilardo temía nuevos silbidos y aquel empate con Perú, tan cercano al Apocalipsis, fue la última presentación como local. Los partidos en Europa se la selección Exiliada fueron puro excremento futbolístico. Argentina esa una troupe gitana y el último amistoso de esa gira fue contra un club suizo, el Grassahoppers, que había jugado el día previo por el torneo de su país.

La selección estaba tan desvalorizada que aceptó ese partido –inútil desde lo deportivo- para cobrar un dinero que, a pesar de que Maradona y Passarella fueron titulares, suena a cachet de prostitución de lujo: 4 mil dólares –dato publicado por Clarín- Fue el 1º de Abril. Faltaban dos meses para el Mundial.

“Si no le ganan al Grasshopers (y fácil), que se queden allá”, tituló Tiempo Argentino.

Más allá del amistoso, que la selección ganó penosamente 1 a 0 con un gol en el minuto 86, una entrevista que Maradona le concedió a Clarín en Suiza sirve como diagnóstico de las dudas que orbitan a su alrededor. “No me olvidé de jugar al fútbol”, fue el título.

-Debemos trabajar mucho en el tiempo que falta- arrancó Maradona-. Si no, esta puede ser una de las selecciones más feas de la historia de Argentina. En los 20 minutos finales del amistoso contra Napoli no parecíamos una selección sino un modesto club sin pretensiones.

-Pareciera como que el fútbol Italiano te hubiera animado –le dijo el entrevistador, Horacio Pagani-. Ahora, cuando recibís la pelota, armas tu cuerpo como para defenderte de las marcas que tenés encima y tu juego pierde agilidad.

-Yo no noté el cambio –respondió el jugador-. Sigo tirando caños, a cualquiera y en cualquier lado. No me olvidé de jugar al Fútbol.

P: -Somos sinceros. No te vimos bien en tu nivel en estos dos partidos.

M: -Lo mío es un problema físico y no de juego. Y por eso estoy trabajando a muerte con el profesor Dalmona en Roma. No hay peligro de que haya cambiado.

P: -Diego, tenés un aire de cierta melancolía que no podes ocultar.

M: -Siempre tuve melancolía. Desde que salí de la Argentina me faltan muchas cosas. Sé que muchos piensan que soy un llorón, porque tengo mucha plata y fama, y digo que extraño. Pero yo quiero volver a lo mío. Voy a jugar hasta los 30 o 31 años. Extraño mis cosas de antes. Y me consuela pensar que en pocos años las voy a hacer.

P: -Este Mundial va a ser decisivo para vos. Tal vez sea el último que juegues en la plenitud de tus condiciones.

M: -Tengo mucha ilusión pero sé que ni la vida de un jugador ni la vida de un hombre termina con un Mundial.

Al regreso de Europa, Bilardo servía de víctima de lo que llamó un “golpe de Estado” en su contra: El presidente de la Nación, Raúl Alfonsín, le pidió a su secretario de Deportes, Rodolfo O´Reilly –una gloria del rugby argentino, entrenador de Los Pumas entre 1988 y 1990, pero sin raíces en el fútbol-, “que hiciera algo” para echarlo. El paroxismo de la polémica Menotti-Bilardo había alcanzado al jefe de Estado, hincha de Independiente, un club cuyos hinchas se posicionaban en la vereda opuesta a la de Bilardo.
Casi treinta años después, O´Reilly se ríe de aquel mal momento.

-Alfonsín tenía un rollo anti Bilardo –recuerda el ex secretario de Deportes en su oficina del microcentro, en febrero de 2015-. Me decía que Bilardo, cuando era jugador de Estudiantes en los años '70, pinchaba con alfileres a Bernao (Raúl, delantero de Independiente) y le tiraba tierra en la jeta el arquero. Pero además la selección era un desastre y Alfonsín me pidió que lo echara. Estábamos cerrado un tema súper importante, algo referido a los jueces y a los militares de la última dictadura, y Alfonsín, sentado al lado mío, me dice: “Che, ¿Cuándo vas a echar a Bilardo?”. Le dije que estaba loco, que no podía despedirlo, que no tenía potestad, pero me dejé llevar y fabriqué un reportaje con Tiempo Argentino, que era un diario afín del gobierno. Le excusa era la visita de un funcionario español para los Juegos Olímpicos  de Barcelona ‘92, esas cosas que no sirven para nada, y al final el periodista me tenía que preguntar como quien no quiere la cosa qué opinaba del seleccionado. Ahí le dije: “No anda ni para atrás ni para adelante”. ¡Se armó un quilombo!

Aquellas palabras de O´Reilly en Tiempo Argentino generaron tal combustión que, cuando comencé a trabajar para este libro, llegué a imaginar el artículo con un gran despliegue: título en tapa, un par de páginas interiores y fotos de los protagonistas a varias columnas.

Sin embargo, cuando en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional me entregaron el diario en el que el jueves 10 de abril se había publicado, la entrevista ocupaba un espacio menor. No estaba junto a las informaciones de fútbol, que suelen abrir los temas deportivos, sino al final de la sección, en un pequeño texto a dos columnas, sin firma del autor ni fotos del entrevistado. La nota comienza con temas coyunturales (“¿Cuáles fueron los resultados de la reunión con el director de deporte de Iberoamérica?”) y en las últimas dos preguntas apuntan al blanco:

-Cambiando de tema, ¿Qué opinas sobre la selección?

-Para mí no anda ni para atrás ni para adelante- respondió el secretario de Deportes, con el libreto aprendido-. Cada vez que la veo, no me gusta nada como juega. Hasta ahora no ha demostrado ser un equipo. A mí no me gusta nada.

-Pero ¿usted tiene atribuciones para realizar un cambio técnico, por ejemplo?

-Yo no tengo jurisdicción ni competencia. Solo es mi opinión de como juega.

Fue un tsunami, y hasta comenzaron a circular nombres de los posibles reemplazantes, algunos de ellos amigos de Menotti.

-Apareció una opinión de Rodolfo O´Reilly sobre la selección y a los dos días tu apellido era parte de un complot –le preguntaron a Menotti en El Gráfico, a la semana siguiente.

-Pero ¿qué locura es esa? ¿En este país solo pueden opinar los periodistas? ¿Desde cuándo el secretario de Deporte tiene prohibido hablar? –respondió Menotti -. Esto cabe en la cabeza de los cobardes que nunca tuvieron una actitud digna. Vale también para el técnico de la selección. El debería saber que los técnicos están atado a dos cosas: los malos resultados y las malas actuaciones.

-¿O´Reilly quiso voltear a Bilardo?

-Es el secretario de Deportes y opinó porque se le canta. (…) El técnico de la selección (tiene) que representar el sentimiento y el gusto del pueblo argentino por el fútbol. Pero si alguien lo dice en voz alta, como O´Reilly, los enanos mentales corren a buscar fantasmas: el golpe, el complot. La verdad es muy clara: a nadie le gusta la selección.

“Cuando me enteré de lo que pasaba –reconstruye Bilardo en Doctor y campeón- me reuní con dos periodistas, Adrián Paenza y Enrique Macaya Márquez, y me hicieron dos reportajes con Víctor Hugo Morales y José María Muñoz. Dije que en un gobierno democrático no puede conseguir sus objetivos mediante la fuerza”.

Bilardo, en noviembre de 2014, dice además que ya estaba advertido:

-Yo me entero de que me querían echar porque tenía todo hablado con los taxistas y mozos. Conocía a los taxistas de las paradas más importantes, las de Retiro, Constitución, Aeroparque y los hoteles cinco estrellas. La gente hablaba en los taxis y se piensa que los choferes son sordos. También tenía hablado a los mozos de seis o siete restaurantes, del Centro, de Recoleta y enfrente del Congreso.

La conjura, sin embargo, se convertiría en un boomerang que decapitaría a los confabuladores y despertaría a Maradona del letargo en el que hasta entonces parecía estar sumido. Fue entonces cuando por primera vez ejerció como guía del plantel: desde Italia salió en defensa del técnico que le había concedido la capitanía y sentó las bases de un caudillaje que, ya en México, trasladaría a la cancha.

“Si tocan a Bilardo, nos vamos todos”, amenazó en radio Mitre, 48 horas después de la entrevista de O´Reilly en Tiempo Argentino.

Grondona absorbió las presiones, respaldó a Bilardo y a cambio tuvo injerencia en la lista de futbolistas que jugarían el Mundial. El técnico lo aceptó. El presidente de la AFA impuso a dos jugadores que le garantizarían estabilidad en el humor popular, el ídolo de Independiente, Ricardo Bochini, y el 10 de Boca, Carlos Tapia, pero Bilardo también jugó sus cartas: despejó del camino a futbolistas con resabios menottistas y no convocó a Fillol –clave en la clasificación-, ni a Ramón Díaz –goleador en Italia- ni a Juan Barbas. Así le cortó los vínculos afectivos a Passarella: lo dejó huérfano dentro del plantel.

Como Bilardo igual temía otro complot, apuró la salida del país como si fuese un fugitivo: la selección viajaría otra vez a Europa para jugar un par de amistosos y desde allí, sin regresar a la Argentina, iría directo a México.Muchachos, en la valija pongan un traje y una sábana. El traje lo usamos cuando bajemos del avión con La Copa. La sábana por si perdemos y tenemos que irnos a vivir a Arabia”, les dijo a sus jugadores. Salieron desde Ezeiza 37 días antes del debut.

-Me querían echar. ¿Quién? ¡Puf, el país! Por eso me tomé el avión –recuerda Bilardo-. A mi hija le tuvieron que cambiar el apellido en el colegio. Ya no era Daniela Bilardo, era Daniela no sé cuánto. En nuestra casa pusimos un cartel de venta para confundir y que dejaran de tirarnos piedras. Mi mujer y mi hija se mudaron a lo de mi suegra, y yo me fui a una quinta que tenía en Moreno.

“Después de los entrenamientos, pim pam, cortaba leña para quedar agotado”, recuerda el técnico en Doctor y campeón.

-Bilardo quería ir rápido porque el periodismo lo mataba –dice Olarticoechea-. Fue todo muy improvisado. Al Negro Enrique y a mí nos llamó de último momento y, como no teníamos trajes para el avión, los fuimos a buscar dos días antes de tomar el vuelo.

-En el aeropuerto de Ezeiza éramos la risa de todo el mundo –dice Enrique-. Todos decían que íbamos a jugar los tres partidos de la primera fase y volvíamos.

-Yo jugaba en México, en el América, así que mi viejo fue al Mundial también para verme a mí –recuerda Zelada-. Era tan poca la confianza que le tenían a la selección que lo primero que me dijo fue: “Bueno, vengo de paseo, total nos eliminan en la primera fase y después me voy a Acapulco”.

La primera parada fue en Oslo para jugar contra Noruega. Maradona se sumó el lunes 28. A su nuevo rol de líder en el equipo de Bilardo le sumaba la eterna fascinación que generaba en los jugadores, en especial en los compañeros que apenas lo conocían.

-¡Los nervios que tenía para cruzarme con Diego! –dice Enrique-. No me animaba, tenía miedo que no me respondiera. Estaba hecho un pelotudo enamorado.

-Llegamos a Noruega –dice Molina, el masajista- y me toca Diego, que venía de jugar en Italia con el Nápoli. Yo temblaba, pero apenas lo traté me sorprendió su pureza. En la media hora en que lo masajeé me contó su vida. Me dijo que su padre, cuando él era chico en Villa Fiorito, caminaba seis cuadras entre barro para ir y volver del trabajo y dejaba los zapatos sucios afuera. O que el baño de su casa era una casilla externa, separada de la casa, y que el techo eran las estrellas de la noche.

Pero Argentina seguía siendo su barrio. Perdió con Noruega y en Buenos Aires se reanudaron las operaciones para echar a Bilardo.

-Llamamos a Grondona, que estaba en Suiza, en la FIFA –recuerda O´Reilly, entonces secretario de Deportes-. Le dije: “Julio, la gente por la calle me dice échelo a Bilardo, esto no se banca más”. Grondona me respondió: “Dedicate al rugby que de fútbol no sabes un carajo”, y la verdad tenía razón. Pasa que cada vez que me encontraba con Alfonsín, en asados o donde sea, me apuraba: “¿Y, lo rajaste?”. Yo estaba en el medio.

En medio de esa inestabilidad, y cuando en el plantel se acentuaba esa grieta entre Maradona y Passarella como líderes de dos grupos –todavía no peleados pero ya sí distanciados-, hubo un pequeño aliciente: la selección goleó 7 a 2 a Israel en el anteúltimo amistoso previo al Mundial. Es cierto que los israelitas habían jugado el día anterior por el torneo de su país, y que mientras tuvieron reservas físicas el partido estuvo parejo –en el segundo tiempo el partido estaba 2 a 2-, pero una luz de esperanza se abrió cuando Argentina llegó a México el 5 de junio.

-Antes del Mundial, Bilardo estaba muy tensionado, muy obsesivo, y eso lo transmitía: éramos un equipo nervioso, inseguro –dice Olarticoechea-. Pero al llegar a México, la cosa se empezó a descomprimir.

-En México conocimos a un tal Jimmy Goldsmith, el hijo de un multimillonario –dice Pumpido-. Como trabajaba en Relaciones Públicas del Mundial y nos acompañaba a todos lados, nos hicimos amigos. Justo era su cumpleaños y nos invitó a la fiesta.

-El cumpleaños fue una locura. Había como 250 invitados –dice Galíndez, el auxiliar de utilería-. El padre de Jimmy tenía tanta plata que le regaló un Cartier a Diego. Pumpido y Brown nos encerraron en el baño a mí y a Tito Bernos, el utilero, y nos disfrazaron. Subimos al escenario, agarré la guitarra de un mariachi que recién había actuado, empecé a rasguearla porque no sabía tocar, y se levantó todo el mundo. Los jugadores se desmayaban. Hasta Blatter. Fue una fiesta terrorífica.

-A Galíndez lo vistieron de mujer y a mí de mexicano –detalla Bernos-. Bilardo y Grondona se mataban de risa. Hasta Havelange se reía.

“Bilardo bailaba con mucha destreza, arrodillado en el suelo, como el twist de los ‘60 –recordó Valdano, en una entrevista para el ciclo Fútbol Pasión, con Eduardo Galeano-. Con el Negro Enrique bailaban mirándose  a los ojos, y todo el equipo se reunió alrededor de la pista a gritar. Algunos un poquito achispados, porque habíamos tomado champan. Era la última fiesta antes del Mundial. El equipo volvió a la concentración cantando y de alguna manera sirvió para distender la convivencia”.

-Inventamos un cantito, un poco en joda: ”borombombom es el equipo del Narigón”-dice Olarticoechea.

Al grito se sumaron algunos de los integrantes de la tribu Menottista: Passarella, Valdano, Bochini, Tapia, Marcelo Trobbiani, Luis Islas. Mitad en serio, mitad en broma, en la horas siguientes habría “acusaciones” entre ellos por haber cantado a favor del técnico.

“Y bueno, había tomado un poco de alcohol”, intentó defenderse Passarella, el líder menottista, según recuerdan jocosamente –y off the record- un par de compañeros de aquel equipo.

Con Bilardo al fin aceptado por una parte del plantel, faltaba poco para que su grupo de jugadores más adeptos, encabezado por Maradona, terminara de asumir el liderazgo interno. La selección vivía en un estado de deliberación permanente: a un entrenamiento para aclimatarse a la altura y al smog del Distrito Federal le seguía una reunión. Sería en dos de esas charlas –muy agrias, con gritos cruzados- que Maradona terminaría de convertirse en el líder espiritual de la delegación. Si el mundo vería emerger muy pronto al nuevo gurú del fútbol, en parte sería porque primero había alcanzado esa estatura en la consideración domestica de sus compañeros. Uno de los mitines fue en Colombia, adonde Argentina viajó para jugar un amistoso, el último antes del Mundial, y el capitán ya hipnotizaba a sus compañeros en la convivencia diaria.

-En el free shop del aeropuerto de Bogotá –dice Brown-, me quedé loco con un reloj de oro. Miraba la vidriera como un nene, pero había quedado libre, no tenía club que me pagara el sueldo y no podía comprarlo. Viene Diechi y me pregunta en qué andaba. “Mirá ese reloj, la puta, que lindo”. “Comprátelo”, me dice. “¿Estas loco? Si no tengo club”, lo saqué a patadas. “Dale, que vamos a ser campeones”, me insistió, pero no lo compré. Ya de vuelta en México, Diechi me llama: “Tata tomá”. Lo abro, y era un Rolex. Casi me pongo a llorar.

Passarella estaba mal. Si ya estaba resentido con Bilardo desde que le había quitado la capitanía, terminó de enfurecerse cuando el Mundial estaba cerca y el técnico no lo confirmaba como titular. Después del amistoso contra Junior, en Barranquilla, el defensor entró a la habitación del técnico para gritarle que debía respetarlo y dejar de ser manejado por Maradona. Fue tan fuerte el tono de voz que el resto del plantel salió al pasillo y Maradona quiso meterse en la habitación, pero los otros jugadores lo detuvieron.

Esa noche le siguió un cabildo abierto en el que participó todo el plantel. La tensión entre Maradona y Passarella era irrespirable. En un tiempo habían tenido química, cierta amistad incluso, pero aquella reunión en Colombia –de la que nunca quisieron hablar, amparados en los “códigos de fútbol”- fue el prólogo para que, definitivamente, Maradona terminara de ganarle la pulseada a Passarella. La batalla final sería a los pocos días, ya de regreso en México.

-El encuentro importante fue en la concentración del América –dice Pumpido-. Duró dos horas y nos dijimos todo lo que hacía falta. Las reuniones en las que no se hablaba de frente, no sirven. Hubo discusiones, sí, pero después de eso se empezó a ganar el Mundial. Ahí se creó un sentido de pertenencia.

Passarella, que fiel a su apodo de El Gran Capitán, continuaba sintiéndose cabecilla, chocaba contra lo que creía una falta de liderazgo positivo de Maradona. Si este volvía a la concentración más tarde del horario convenido durante las noches en la que tenían permiso para salir, Bilardo se hacía el distraído y la dejaba pasar. Passarella no. Así como en Colombia había entrado a la habitación de Bilardo, el defensor repitió su modus operandi en México, esta vez dentro del cuarto de Maradona. “¿Vos te haces el capitán? Qué vas a ser el capitán, pendejo. A vos te gusta la joda”, le gritó. Entonces llegaron más jugadores.

“Es tu última oportunidad y es la última nuestra”, le dijo Valdano, que había creído en el diagnóstico de Passarella, a Maradona, según contaron confidencialmente un par de testigos.

“Passarella lo había agarrado a Valdano y le metió en la cabeza que yo estaba llevando a todos a la droga –recuerda Maradona en Soy el Diego-.Cuando Valdano vino a pedirme explicaciones por lo de la droga, lo paré en seco. Le dije: “Jorge, la puta que te parió, ¿de qué lado estás? ¿Acá lo que te cuenta Passarella es verdad y lo que te cuento yo, no? Vamos a la reunión”. Allá fuimos, y con Passarella presente, conté todo”.

Ya frente a todo el plantel, Passarella le dijo a Maradona que un capitán debía ser ejemplo de sus compañeros. Que debía cuidarse con lo que tomaba. Que un error suyo podía costarles el Mundial a todos. Maradona le pregunto a qué se refería. “A tu adicción con las drogas que conocemos todos”, le respondió el defensor, según cuenta Él es Passarella, de Nicolás Distasio (Planeta 2013), que agrega: “En ese momento Maradona pierde el control y toma una actitud violenta en la que deben actuar algunos de sus compañeros para frenarlo y evitar la pelea”.

Aunque las crónicas de los diarios y revistas recién comenzarían a vincularlo con la cocaína en 1989, la primera vez que Maradona consumió drogas fue en Barcelona, en 1983. En México, sin embargo, le dijo a Passarella que estaba limpio.

-Está bien, yo asumo que tomo –dijo Maradona-. Pero no estuve tomando en este caso.

Passarella insistió en que Maradona debía cambiar su actitud: “No para mí, porque para mí no sos nada, pero sí para ellos”. Maradona contragolpeó con un episodio interno: le echó en cara una cuenta de dos mil dólares por gastos telefónicos que el América le adjudicaba al plantel, pero de la que ningún jugador se hacía cargo. Maradona les reveló a sus compañeros que el teléfono que recibía las llamadas era el de la casa de Passarella en Italia.

“La concentración era para un equipo normal, de 16 jugadores, pero como éramos 22 agarraron un quincho que estaba a 200 metros, hicieron habitaciones, y allá vivimos 6 jugadores. A ese lugar lo llamamos “La Isla” –contó Ruggeri en El Show del Fútbol, en América-. Passarella enganchó una línea telefónica, compramos un teléfono en el shopping y él llamaba a Italia todos los días para hablar con sus hijos”.

El liderazgo de Passarella quedó desautorizado. “Vos sos una mierda”, le gritó Valdano al Káiser, según el relato de Maradona en Soy el Diego. Dos días después, El Gráfico unió a Maradona y Passarella para una producción periodística: aceptaron juntarse para la sesión de fotos –se vistieron con sombreros mexicanos- pero no se hablaron en público. Ya tampoco lo hacían en privado. Passarella empezaba a consumirse en un espiral de desgracias: antes del debut contra Corea sería víctima de unos parásitos estomacales que lo hicieron deambular por los hospitales del Distrito Federal y que sumados a un desgarro en la pierna, le impedirían jugar el Mundial.

Con su enemigo a veces en cama y otras tratando de volver a entrenar –siempre en vano- , Maradona se convirtió en líder del plantel y contagió energía positiva. “¿Qué no nos dan como favoritos? Mejor, los favoritos nunca ganan los Mundiales”, redoblaba la apuesta. Su rodilla derecha, por primera vez en un año, ejecutaba las órdenes de su cerebro. La alegría comenzaba a fluir en el ciclo Bilardo.

“Arrancamos el Mundial sin saber si ganábamos el primer partido y lo terminamos sabiendo que sería muy difícil que perdiéramos el último”, dijo Valdano en Sueños de Fútbol (Ediciones El País Aguilar, 1994).

Los planetas se alinearon. Si los equipos de fútbol tienen vida biológica –nacen, crecen, llegan a su plenitud y se apagan-, el de la selección ‘86 duraría siete partidos (de las 34 presentaciones que Argentina tendría entre los Mundiales ‘86 y ‘90, apenas ganaría siete). En México, Argentina superó 3-1 a Corea del Sur, empató 1-1 con Italia, venció 2-0 a Bulgaria y terminó primera en su grupo. Tenía la belleza del hormigón: es difícil recordar alguna jugada colectiva deslumbrante pero es imposible encontrar a Pumpido indefenso contra un delantero rival.

Maradona jugaba deshojando margaritas y haciendo jugar: además de su golazo contra Italia, una caricia de zurda a la pelota mientras se suspendía en el aire y sacaba la lengua –un tic que según los filólogos maradonianos resaltan como una señal de disfrute-, también manufacturaba los goles de sus compañeros. No lo detenían ni las patadas de los karatecas coreanos, algunas sanguinarias.

Se sucedieron los triunfos, se asentaron las cábalas y el América fue una comarca donde se permitía la felicidad. En algunas prácticas se ponían en juego champanes o perfumes. Batista compró una máscara de gorila y Enrique la usaba para asustar a sus compañeros en la oscuridad. Galíndez nunca dejaba de ser víctima: una noche, los jugadores le cortaron las cuatro patas de la cama y esperaron detrás de la ventana, a que se acostara. Cuando lo hizo y su cama reventó contra el piso, estallaron de risa. Además había espacios para hábitos religiosos: Borghi, que era mormón, recibía la visita de obispos mexicanos de su iglesia. Tampoco, sin embargo, desaparecieron las tensiones propias del ciclo Bilardo. Incluso durante el Mundial, varios jugadores amenazaron con volverse al país.

Enrique se enojó con el técnico porque no lo incluyó entre los titulares ni los suplentes contra Corea y le confió a Tapia que, si no era convocado para el próximo encuentro, se volvería a Buenos Aires. Maradona y Valdano discutieron en el partido contra Corea y estuvieron 10 días sin hablarse: Valdano debió ir a la habitación del capitán para restablecer la relación. Borghi y Trobbiani se pelearon en un entrenamiento. A Islas, el arquero suplente que proclamaba que debía ser titular, lo cortaron en seco: “Callate o te volvés”. Batista se rebeló contra Bilardo después de que fuera reemplazado en el segundo tiempo contra Italia. “Tengo  mucha bronca. ¿Si hablo con el técnico? No, no tengo nada que hablar con él. Si sigo luchando es por los muchachos, no por él”, se despachó.

-Sí, me fui mal, caliente –recuerda Batista-. Con Carlos me peleaba bastante, eh. Me había sacado contra Corea, me volvió a sacar contra Italia, y me enojé. “Esto lo está haciendo de cábala”, llegué a pensar. Discutimos y Diego tuvo que entrar en una reunión. Bilardo siempre quería que el capitán fuese testigo de los problemas.

-Después del partido con Bulgaria, yo entré a la concentración para hacer una nota que había arreglado con Valdano, pero cuando lo veo me dice: “Espera que tenemos una reunión” –recuerda José Luis Barrio, de El Grafico, enviada a México-. Pasan todos los jugadores y se meten en una sala. Me quede solo, en la confitería, pero las paredes eran tan finitas que me entere de toda la reunión. Las cosas de Bilardo que escuché ese día. Diego llegó a decir: “¡Simplemente no le tenemos que dar más pelota!”. Era como un golpe de Estado. “Así no podemos seguir, ¿a ustedes les parece que un equipo argentino juegue así un Mundial?”, gritaba Passarella. El único que lo defendía era Brown: “Ténganle confianza a Bilardo, yo lo conozco, ténganle confianza”: “No, pero que confianza, no hay que darle pelota”, gritaba Maradona. Así durante cuarenta minutos. Entonces se abre la puerta, empiezan a salir los jugadores y todos me miran. La cara de boludo más grande que pude haber puesto en mi vida, la puse en ese momento. Maradona me hace el gesto con el dedito levantado, diciendo: “Vos no escuchaste nada”.

Ya en octavos de final, y en lo que Maradona definiría como la mejor actuación de su carrera –incluso por encima de la del 22 de junio de 1986, según le dijo a Borinsky, de El Gráfico, en 2008-, Argentina venció 1 a 0 a Uruguay y avanzó a los cuartos de final.

-Después de ese partido, ya a la noche, me crucé con Bochini –recuerda Valdano-. Apoyado en una columna, me dijo: “Vamos a ser campeones, el equipo se encontró”.

El capitán argentino resplandecía y partía hacia la estratosfera: “Maradona es la figura del Mundial. Toca un balón y le devuelven un saco de cemento y ladrillos para que él mismo se construya su pared”, escribió El Heraldo de México, mientras Platini erraba un penal contra Brasil y quedaba fuera de carrera en su duelo personal contra el argentino.

También fue entre los partidos contra Uruguay e Inglaterra cuando Ernesto Frith, el locutor que dobló Héroes, la película que vi decenas de veces, soltó una de sus frases más icónicas. La dice con solemnidad, como si estuviera hablando de algo muy importante:

-Para batir a Argentina, primero habrá que batir a Maradona. Frith, que grabó su voz en los estudios Phonalex, de Belgrano, y murió en 1995, es otro de mis héroes anónimos del 22 de junio de 1986. Cada vez que lo escucho se me eriza la piel.

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