EL TANGO

Borges, entre guapos y “casas malas”: el caso de Nicolás Paredes

Todo comenzó con m$n 3.000 (tres mil pesos moneda nacional) que Jorge Luis Borges ganó al conseguir el 2do. premio Municipal de Literatura: en 1929 él se dedicó a investigar acerca del poeta Evaristo Carriego; y así deviene en profundo y memorioso conocedor del mundo de la cultura del tango (y la milonga, su pasión). A Borges le atraían particularmente esas historias de malas vidas, pendencieros orilleros y compadritos suburbanos en una Buenos Aires bien diferente a la de fines del gobierno de Arturo Illia (ni hablar de la de 2016, 87 años después de la investigación sobre Carriego). En 1965, más de 30 años después, Borges decidió dar 4 conferencias (durante 4 lunes sucesivos, a las 19:00, en octubre de aquel año), acerca del tango. La convocatoria fue en un departamento del barrio de Constitución. La desgrabación de aquellas conferencias (cuyos audios pueden escucharse al pie de la siguiente nota), ahora llegaron en forma de libro titulado "El Tango" (Editorial Sudamericana).

El Jorge Luis Borges oral -tan impactante en su relato como el Borges escrito- fue introducido con sencillez:

“Las grabaciones que dan origen a este libro llegaron a manos del escritor Bernardo Atxaga en 2002 cando José Manuel Goikoetxea le entregó unos casetes envueltos y le explicó que habían pertenecido a un gallego, que se había ido a la Argentina de niño y luego había trabajado como productor musical en Alemania (era Manuel Román Rivas, fallecido en 2008). Este se las había traído de Buenos Aires y se las regaló a Goikoetxea  en agradecimiento por su amistad. Atxaga escuchó el material, lo digitalizó y confirmó su autenticidad cuando Edwin Williamson, autor de “Borges: Una vida” (2007), escribió sobre estas charlas, que publicita el diario La Nación en la página 6 de su edición del 30 de septiembre de 1965. Allí, con el título “De temas del tango hablará Jorge L. Borges”, se anuncia “un ciclo de conferencias que ofrecerá todos los lunes de octubre a las 18:00 en el primer piso, departamento 1, de la calle General Hornos 82” en las que “hablara de los “Orígenes y vicisitudes del tango”, “El compadrito”, “El Río de la Plata a comienzos de siglo” y “El tango y sus derivaciones” (...)”.

Aquí algunos fragmentos del Borges contando el origen del tango (aunque su pasión musical fue la milonga más que el tango, vale la pena aclararlo):

“(...) Y ahora vamos a llegar a una fecha, a una fecha y un lugar. La fecha es anterior a la que se suele atribuirse el tango, pero es la fecha que me han dado, años más, años menos. Todos mis interlocutores de 1929, y alguno de 1936. Y la fecha es el año 1880. Se supone que entonces surge oscuramente, “clandestinamente” sería la palabra más justa, el tango. Ahora, en cuanto a la geografía del tango, ahí las respuestas han sido diversas, según el barrio del interlocutor o según su nacionalidad.

Así, Vicente Rossi elige el lado sur de la ciudad vieja de Montevideo, alrededores de la calle Buenos Aires y de la calle Yerbal. Así, mis interlocutores, según su barrio, elegían el norte o el sur. Así, algún rosarino lo llevo a Rosario. Esto debe importarnos poco; es lo mismo que haya surgido en una margen del río o en otra. Pero creo que, ya que estamos en Buenos Aires, y ya que soy porteño, podemos optar por Buenos Aires, que es lo que generalmente se acepta. Tenemos, pues, a Buenos Aires en el año 1880.

¿Cómo era ese Buenos Aires de 1880? Mi madre ha cumplido 89 años, de suerte que algo recuerda de entonces. Yo converse también con el doctor Adolfo Bioy, he hablado con mucha gene. Todos me dan una imagen análoga, que podría compendiarse diciendo que todo Buenos Aires era entonces barrio Sur. Y al decir barrio Sur estoy pensando, ante todo, en los alrededores del Parque Lezama, en lo que se llama San Telmo. Es decir, la ciudad era una ciudad dividida en manzanas. La mayoría de las casas, fuera de algunos palacetes en la avenida Alvear, eran bajas. Todas las casas tenían el mismo esquema, el que perdura aún, y espero perdurará en la Sociedad Argentina de Escritores, de la calle México. Yo nací en una casa no más rica y no más pobre que la mayoría de las casas, en Tucumán y Suipacha. En esa casa se daba ese esquema del que he hablado, es decir: dos ventanas con barrotes de hierro, que correspondían a la sala, la puerta de calle, con llamador, el zaguán, la puerta cancel, dos patios, en el primer patio un aljibe, con una tortuga en el fondo para que purificara el agua, en el segundo patio, cortado por el comedor, una parra. Y eso era Buenos Aires. No había árboles en las calles (...).

La ciudad era chica. Me dice mi madre que, por el norte, concluía en la calle Pueyrredón, que se llamaba Centroamérica entonces. Había una línea del ferrocarril que iba del Retiro hasta Once. Y luego, ya del otro lado de Centroamérica, empezaba una zona un poco vaga de terrain vague, como se dice en francés, en la que había ranchos, gente que andaba a caballo, alguna quinta, hornos de ladrillos y una gran laguna, llamada la Laguna de Guadalupe. Antes, las lagunas estaban más cerca. Mi abuelo vio ahogarse un caballo en la plaza Vicente López… Los vecinos no pudieron salvarlo. La plaza se llamaba “Hueco de las cabecitas”, porque en Las Heras y Pueyrredón estaban los corrales del norte. Luego había los corrales del oeste, en la plaza del Once, y los corrales por excelencia, los mencionados por Echeverría en El matadero, situados a pocas cuadras de aquí, en la plaza España, y luego situados en el Parque de los Patricios. Uno de los primeros recuerdos de mi madre es una de las dos grandes playas de carretas que había en la ciudad: La que ella vio estaba en la plaza del Once. Ahí llegaban las carretas de Haedo, de Morón, de Merlo, de los pueblos del oeste. Y había otra playa de carretas, de la que he visto fotografías también, situada aquí mismo, en Constitución (...)

Existía, además, una hospitalidad que ha desaparecido ahora. Sé del caso de muchas personas que llegaban de las provincias del Uruguay a instalarse, a vivir en Buenos Aires y al día siguiente recibían una fuente con empanadas, recibían dulce de leche; al cabo de uno o dos días devolvían esa fuente con otra golosina y pronto eran amigos de todos los vecinos del barrio. Ahora, en cambio, vivimos en casas de departamentos y podemos muy bien ignorar el nombre de nuestro vecino de enfrente.

Ya tenemos la fecha, 1880, ya tenemos el lugar, Buenos Aires. Y ahora iremos a los lugares mismos del tango. ¿Cuál fue el origen de la palara? A mí me suena a africana, o pseudoafricana, como la palabra “milonga”, también. Según Ventura Lynch, la milonga fue creada por los compadritos para burlarse de los candombes, de los negros, y se bailaba; nos dice en un libro suyo; se bailaba en los casinos de baja estofa del Once y de Constitución. Y la bailaban los compadritos. En cambio, otras personas me han dicho que la milonga se bailó mucho después, que la milonga al principio fue simplemente una música y que se bailó por influjo del tango. Realmente no tengo elementos de juicio sobre este tema. (...)

Entonces, ¿dónde surge el tango? Según todos, el tango surge en los mismos lugares en que surgiría, pocos años después, el jazz, en los Estados Unidos. Es decir, el tango sale de las “casas malas”. Ahora, esas casas estaban situadas en todos los barrios de la ciudad, pero había algunos barrios, digamos, especializados. Y esos fueron la calle del Temple, la calle que se llama hoy Viamonte, hacia 25 de Mayo o Paseo de Julio, como se decía entonces. Y después lo que se llamó “el barrio tenebroso”, es decir, Junín y Lavalle. Pero, además de eso, había esas casas desparramadas por toda la ciudad. Esas casas eran grandes, tenían patios, y se usaban, además, como lugares de reunión; es decir, había gente que frecuentaba esas casas para jugar a la baraja, para tomar un vaso de cerveza, para juntarse con amigos (...)

Ahora, el guapo, como he dicho, no era forzadamente un hombre de malas costumbres. Aquella frase que cite la otra vez, “Yo estuve en la cárcel muchas veces, pero siempre por homicidio”, quería decir, ante todo, que quien hablaba así, “el pibe Ernesto” (Ernesto Ponzio, autor de “Don Juan”), no había sido un hombre que había vivido de las mujeres o que tenía malas costumbres. Había sido, simplemente, un hombre a quien le ocurre esa desgracia, desgraciarse llamaban ellos, de matar (...)

Pero la técnica que yo he visto aplicada en los arrabales de Buenos Aires era distinta. Y voy a dar un ejemplo de ella, y aquí tendré que volver a mi amigo; cuya sombra anda sin dudas por aquí; don Nicolás Paredes. Yo fui un testigo de esa escena.

Paredes había sido guardaespaldas de algún caudillo conservador, es decir que era enemigo público, digamos, de los radicales. Yo estaba con Paredes, y con unos amigos, allá por el año…, bueno, no recuerdo la fecha, fue hace tiempo, y en la reunión, que ocurrió en la confitería Portones, en lo que hoy se llama, o que ya se llamaba, Plaza Italia, lego un individuo con la evidente intención de provocarlo a Paredes.

Paredes era un hombre de setenta años, bien cumplidos. El otro era más joven, más fuerte, más violento. Pero posiblemente, por el hecho de ser más joven, no dominaba la técnica del pendenciero, quería resolver las cosas muy pronto. Llega este señor, tenía un aire más bien patibulario, se sienta en nuestra mesa; conocía a algunos de los concurrentes; y dice: “Y ahora los invito a todos ustedes a brindar por la salud del doctor Yrigoyen”. Ahora, esto era, evidentemente, un desafío hecho a Paredes, que era conservador. Y yo esperaba alguna reacción de Paredes. Pero Paredes, sin inmutarse, dijo: “Muy bien señor, yo estoy lito a brindar por cualquiera”.

Ahora, en la palabra “cualquiera” ya había un dejo despectivo, porque ya quedaba reducida la estatura, digamos, del doctor Yrigoyen. Pero, el otro, naturalmente, tuvo que aceptar eso y entonces todos brindamos por el doctor Yrigoyen. Y luego pasaron cinco o diez minutos, y luego Paredes dijo: “Y ahora, señores, yo los invito a brindar por la salud del señor fulano aquí presente”, e indicó a uno de los circunstantes. El provocador tuvo que brindar también, porque no tenía por qué insultar a este señor que estaba allí. Y, así, la escena duro más o menos una hora. Y se brindó por la salud e todos… ¡Hasta por la mía también! Porque Paredes dijo: “Y ahora, señores, los invito a brindar por este joven Borges, que sabía vivir en la calle de Serrano, y que aquí, aquí donde los ven, es un escritor”.

La gente brindó por mí, yo agradecí, porque comprendí que eso era parte de la técnica de Paredes. Pero, al cabo de una hora de brindes, de brindis propuestos por Paredes y aceptados por el pendenciero, el otro; sin quererlo; había ido convirtiéndose, un poco, en un sirviente de Paredes. Porque era Paredes el que proponía los brindis y el otro el que los aceptaba. De modo que, cuando de pronto, ya sin transpiración, Paredes se puso de pie y nos dijo: “Ustedes me van a disculpar un rato porque yo quiero cambiar unas palabras con este señor que ha llegado” y luego nos tranquilizó, nos tranquilizó con una frase que era una amenaza: “Estén tranquilos, vuelvo enseguida”. Salieron los dos, el otro pidió disculpas a Paredes y se fue. Se fue quizá, no por ser menos valiente, sino porque ya había vencido antes. Porque ya el otro lo había llevado a un terreno en el cual estaba… humillado, digámoslo así. Y yo he asistido a otras escenas de este tipo.

Ahora, posiblemente, lo que Paredes hizo esa noche correspondía a una técnica que en algún tiempo fue difundida. Sin dudas, Moreira y Hormiga Negra, el Pastor Luna, sabían algo de esto. Es decir, había una tarea psicológica, un trabajo psicológico y, desde luego, también, digamos, la tarea física, el buen manejo del cuchillo. Y sobre ese buen manejo, voy a inferirles, digamos, otra anécdota.

Salían de la cárcel Muraña y Suárez “El chileno”, los dos estaban muy contentos, habían pagado una deuda, creo que habían estado un año preso, y salieron a emborracharse, a celebrar su libertad, eran amigos y rivales. Y Suarez se acercó a Muraña y le dijo: “¿Dónde queres que te marque?”. Y el otro, que estaba esperando una provocación, una provocación amistosa, sacó inmediatamente el cuchillo que llevaba en la sisa del chaleco, le tajeó la cara y le dijo: “Aquí”. Entonces, los dos se abrazaron, porque todo aquello no pasaba de ser una broma. Pero “El chileno” llevó hasta el día de su muerte aquella, aquel autógrafo del cuchillo de Juan Muraña. Pero siguieron siendo amigos. En cuanto a Muraña, tuvo una muerte poco gloriosa. Era carrero, estaba muy borracho, y una noche se cayó del pescante del carro en la calle Las Heras y se mató. Hubiera merecido, me parece, una muerte mejor. Hay un libro de Mark Twain, sobre el descubrimiento del oro, en California. Y ahí se dice que los guapos, los killers, que usaban armas de fuego y no cuchillo, no peleaban con cualquiera. Era necesario, digamos, hacer méritos para que… para poder dejarse matar por un guapo. Eso no estaba a la altura de cualquiera.

Y, así, yo recuerdo que cerca de nuestra casa vivía el sargento Chirino. El sargento Chirino ensartó en su bayoneta a Juan Moreira, que salía de la casa de Estrella (creo que en Navarro o en Lobos, no se), que huía por los fondos de la casa. Lo ensarto en la bayoneta y quedó atónito cuando vio que él había muerto al famoso guapo Juan Moreira. Pero esto no le valió ninguna gloria, porque ¿Quién era él, un oscuro sargento de policía, para matar al famoso Moreira? La gente no le perdonaba esto. Los chicos de la escuela primaria mirábamos a ese señor de edad, lo mirábamos mal, porque lo veíamos como alguien que había cometido un atrevimiento. Me contaron un caso análogo, el caso de Noy, del mercado de Abasto, que tuvo un cambio de palabras con un muchacho que no sabía que el otro era un guapo famoso, y el otro cometió la imprudencia de sacar el revólver y de matarlo. Y después tuvo que mudarse de barrio, porque la gente no le perdonó la insolencia de que él, que no era nadie, hubiera matado al Noy, que era famoso y que debía tantas muertes.

Ahora, el guapo, nos dice Lugones, no tenía el cuero para negocios. Es decir, era un peleador desinteresado, aunque muchos de ellos fueron guardaespaldas de caudillos, y entonces gozaban de cierta o bastante impunidad. En primer término, a los caudillos que los empleaban les importaba que la gente supiera que tenían a sus órdenes hombres de un valor a toda prueba; de modo que los protegían. En general, se trataba de hombres que debían una muerte. Entonces, los mandaban a buscar, los amenazaban con la cárcel, y luego, ya, esta gente tenía que hacer lo que les mandaba este patrón. Algunos no eran pendencieros.

De Juan Muraña, por ejemplo, me dijo Paredes, que era una persona muy escasa de inteligencia. Tanto así, que cuando lo provocaban no se daba cuenta. Y Paredes tenía que decirle: ¿Pero no ves, Juan, que te está poniendo como un suelo? Andá y peleá”. Entonces, él peleaba. Me contaron una pelea de Muraña. Parece que un muchacho insistió e pelear con él. Muraña no quería pelear, porque sabía que iba a vencerlo al otro. Y, además, él tenía por norma matar al adversario, y no quería criar cuervos. Entonces, el primero le dijo que no, hizo todo lo posible para que el otro desistiera. Finalmente, impuso una condición. Y es que, con un lazo, los ataran por la pierna derecha, de suerte que el duelo así tenía que ser a muerte; ninguno de ellos podía retirarse. El duelo se hizo, y al final, tuvieron que desatar el lazo para llevarse el cadáver del imprudente que había provocado a Muraña. (...)".

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