MEGAPROYECTO

Mentiras verdaderas: El Gran Hermano chino

Mantener el partido único no es sencillo en una China que registra una presión cultural externa creciente porque los consumidores 'aprehenden' otras realidades vía la demanda de productos y servicios extranjeros. La decisión de China es reforzar sus defensas pero no a través de la batalla cultural sino por lo coercitivo. Un trabajo al respecto fue publicado en EsGlobal, la web del centro de estudios europeo Fride.

por GONZALO TOCA

Uno de los principales objetivos de las autoridades de la segunda potencia mundial es utilizar el big data y los nuevos sistemas de vigilancia para hostigar y amenazar a los que las instituciones consideren malos ciudadanos. A esto es a lo que se refieren en Beijing cuando mencionan en los documentos oficiales la “gestión de la sociedad”, un concepto que ya aparecía en las actas del XVIII Congreso del Partido Comunista en 2011.

El especial peligro que corren las libertades en el gigante asiático en estas circunstancias, según un análisis reciente de Jinghan Zheng, profesor de la Universidad de Londres, se explica por su peculiar sistema institucional, la escasa conciencia de los derechos civiles entre la población y la abrumadora influencia del Gobierno sobre las grandes empresas tecnológicas. Todo ello hace posible el mayor Gran Hermano de la historia de la humanidad.

Hablamos de un sistema institucional soberbiamente financiado, que ha realizado enormes inversiones para convertirse en un Estado policial (más de 100.000 millones de euros sólo en 2014) y en el que existen muchos menos frenos, contrapoderes y exigencias de transparencia que en cualquier país desarrollado. Dicho eso, hay que reconocer igualmente que, como ya advertimos en estas páginas, no es verdad que el poder del Presidente chino, Xi Jinping, sea absoluto.

La escasa conciencia social de los derechos civiles también ayuda, como decíamos, a controlar a una población que no conoce, en general, la democracia más que por sus viajes al extranjero y lo que aprende en el sesgado sistema educativo, en los medios de comunicación controlados por el Partido Comunista o en las redes sociales supervisadas por los censores. La manipulación de la conciencia colectiva tiene sus límites, tal y como se ha demostrado en los regímenes autoritarios que se han transformado en democracias a pesar de los deseos de sus gobernantes. Dicho esto, como recuerda la Institución Brookings en un análisis reciente, la propaganda ha sido enormemente eficaz y muchos chinos se la creen en todo o en parte.

El tercer motivo por el que China se puede convertir en el mayor Gran Hermano de la historia de la humanidad es que las grandes empresas tecnológicas, desde el Google chino (Baidu) hasta el Twitter chino (Weibo) pasando por todos los fabricantes de teléfonos móviles y operadores de líneas fijas, no pueden negarse a colaborar con las principales autoridades. Esto, que ya ocurría antes, va a suceder mucho más a partir de la 1ra. Ley de ciberseguridad que aprobó el Congreso del gigante asiático en noviembre 2016.

Realidad versus Ficción

Hasta aquí nos hemos referido a la capacidad y los recursos con los que cuenta Beijing. Ahora merece la pena preguntarse qué está haciendo con ellos o, al menos, qué aplicaciones conocemos con certeza.

Para empezar, sabemos que el Gobierno puede seguir y espiar fácilmente los movimientos de los usuarios en buscadores como Baidu para anticipar posibles amenazas a su poder. También sabemos que ha exigido a Weibo que sus usuarios sólo puedan darse de alta aportando el equivalente al documento nacional de identidad a una base de datos conectada con la del Ministerio de Seguridad Pública. Cualquier emisión de vídeo en Internet debe ser guardada durante 60 días con el nombre el usuario que la creó y los servicios de emisión deben colaborar con el Gobierno alertándoles cuando un contenido pueda suponer una amenaza contra la seguridad nacional o el orden social (si no lo hacen, advierte la ley, serán castigados).

Como mínimo desde 2013, el Gobierno ha estado trabajando también con las operadoras y fabricantes de telefonía móvil. La información personal que hay que aportar cuando se compra un terminal permite identificar sin mayores esfuerzos a los usuarios de Internet que las autoridades consideren problemáticos. Igualmente, la policía está perfilando un sistema de seguimiento de personas a través de la geolocalización de sus celulares. Accederían así al paradero de posibles disidentes y también a la oportunidad de anticipar grandes concentraciones de gente que estuviera preparando una protesta masiva.

Si los manifestantes creen que van a confundir a las fuerzas de seguridad dejando los móviles en casa, es posible que se equivoquen: las principales calles y plazas de las capitales chinas están vigiladas 24 horas al día por el ojo electrónico de millones de cámaras y el ojo humano de cientos de miles de policías. Probablemente, el caso más impresionante es el de Beijing, que ha desplegado como mínimo 30 millones de dispositivos de grabación. En la capital son muy pocas las calles donde los vecinos no tienen motivos para sentirse observados.

A pesar de lo dicho, los datos masivos y las nuevas tecnologías de vigilancia no sólo se utilizan de forma defensiva. También se han empezado a emplear para adoctrinar a los estudiantes universitarios y a los militares.

El razonamiento se parece un poco al de los expertos en marketing digital en Europa o Estados Unidos: el big data sirve para que las empresas tecnológicas y sus socios conozcan al cliente, se ajusten mejor a sus necesidades de consumir un producto, predigan su comportamiento y moldeen hasta cierto punto sus deseos. La gran diferencia entre los consultores de marketing en Occidente y las autoridades chinas es que allí el socio de las empresas tecnológicas es el Estado, que el producto es la propaganda y que la finalidad es adoctrinar al cliente y determinar si es un peligro real o potencial para el Partido Comunista.

De las que conocemos, la última iniciativa importante por parte del Gran Hermano chino quizá sea la más sorprendente. Están intentando construir una base de datos que integre la información sobre cada ciudadano y que sirva para evaluar y predecir su conducta y, en su caso, darle el lugar en la sociedad que ellos creen que le corresponde. Hasta este momento, han conseguido que consten en ese perfil digital infracciones como el impago de una deuda, saltarse una señal de tráfico como peatón o conductor y violar las políticas de planificación familiar.

A veces, esa información se utiliza para imponer sanciones como la incorporación a una lista negra que impide al ciudadano utilizar determinados medios de transporte, viajar en primera clase, salir del país, comprar o construir una casa, pedir un préstamo, matricular a sus hijos en escuelas de élite o acceder a determinadas plataformas digitales que facilitan citas con hombres y mujeres. Otras veces, la idea es que sirva para premiar a los ciudadanos ejemplares con mejores pensiones cuando se jubilen, más posibilidades de ascender en la jerarquía del Partido o de las empresas públicas, etcétera.

Aunque el sistema es rudimentario, incompleto y se ha encontrado con numerosos problemas, ya hay casi 7 millones de chinos morosos que tienen restringida la entrada en determinados hoteles y el uso del tren de alta velocidad y el avión.



Sin exagerar

Todos estos programas de espionaje, represión y control de la población han aparecido reflejados en los medios occidentales como si fueran grandes éxitos a punto de producirse. Han comparado el entramado de cíbervigilancia de la segunda potencia mundial con el de 1984, la novela de George Orwell que dibujaba un Estado policial casi perfecto gracias a la tecnología. No deberían cantar victoria tan pronto en nombre de los censores y policías chinos. ¿Por qué?

Olvidan, para empezar, que los funcionarios provinciales, como se vio en la desobediencia en la lucha contra las empresas zombis o en los recortes en la producción de acero y carbón el año pasado, incumplen parte de los dictados de Pekín cuando pueden perjudicarles, cuando se encuentran con resistencias importantes o cuando sus organismos, simplemente, administran las órdenes con la lentitud, ineficacia e indolencia habituales en una burocracia vieja e intervencionista que da servicio a más de 1.300 millones de personas. La eficacia de un megaentramado de cibervigilancia como el chino exige una coordinación digital que nunca ha existido en el mundo real.

Tampoco tienen en cuenta que el primer experimento conocido del sistema digital de evaluación que imponía castigos y recompensas basándose en los comportamientos de la gente, el que se llevó a cabo en el condado de Suinin (cerca de Shanghái) en 2010, fue un fracaso clamoroso.

El revuelo fue tan colosal que hasta medios de comunicación propiedad del Partido Comunista como el Diario de la Juventud de China o el Beijing Times fueron críticos y afirmaron que debía ser el pueblo el que evaluase a los funcionarios y no al revés. Es verdad que parte de la resistencia tuvo que ver, primero, con que los nuevos dispositivos se habían presentado sobre todo como una forma de mejorar la eficiencia de la administración y, segundo, con que se incluyeron en las evaluaciones cuestiones muy sensibles como penalizar a quienes elevasen una queja al gobierno central sobre sus gobernantes locales mediante el derecho de petición.

Otro elemento que no deberían pasar por alto los medios occidentales es que, dentro de las élites chinas, existe división sobre el alcance que debe tener la recolección de los datos y sobre la forma de interpretarlos mediante algoritmos. Al mismo tiempo, los dirigentes chinos, que están siendo testigos de cómo su Presidente está utilizando la excusa de una campaña anticorrupción para purgar a sus adversarios, deberían temer el poder desproporcionado que llegaría a concentrar quien administre los datos y también la posibilidad de que estalle una guerra de datos devastadora entre facciones que erosione la legitimidad del régimen.

Los analistas deberían dudar, igualmente, de la calidad de los datos que se recopilen. Si los tribunales no son independientes, la aplicación de ley resulta arbitraria y desigual y la policía es legendariamente corrupta, entonces las infracciones que identifiquen, sancionen y carguen en la base quizás nunca hayan existido. Las víctimas, en este caso, soportarían una losa de por vida que, por la característica falta de transparencia de la administración, difícilmente podrían conocer y rectificar.

No son menos importantes las desagradables consecuencias indeseadas y a veces imprevistas de una base de datos centralizada que evalúe a la población automáticamente. Se vuelve más fácil el trabajo de un hacker a sueldo que quiera modificar y falsificar la identidad de millones de personas con un ataque informático, los ciudadanos evaluados muy negativamente por su pasado (ahora que los marcarán para siempre) van a tener menos incentivos para cambiar en el futuro y, en un entorno de ultra vigilancia digital, la oposición abandonará las redes sociales y la actividad en Internet y eso hará que los datos masivos cada vez sean menos capaces de predecir sus acciones.

Por todo eso merece la pena recordar, una vez más, que una cosa es que China tenga la capacidad y la voluntad de convertirse en el mayor Gran Hermano de la historia de la humanidad y otra muy distinta que lo haya conseguido ya, que su camino vaya a ser fácil o que baste con vigilar y reprimir a la población para que ésta no destruya el régimen.

Dejá tu comentario