TEOPOLÍTICA

Vaticano y Guerra Fría: Jesuitas al rescate de Pío XII

Pío XII (Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli), fue elegido cabeza visible de la Iglesia Católica Apostólica Romana el 02/03/1939 hasta su muerte en 1958. La 2da. Guerra Mundial comenzó el 01/09/1939 con la invasion nazi a Polonia. Antes de su elección, Pacelli fue secretario de la Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, nuncio papal y cardenal secretario de Estado. Pacelli influyó en la carta encíclica de Pío XI titulada "Mit brennender Sorge" a los obispos alemanes, una advertencia çal régimen del Tercer Reich. Sin embargo, su liderazgo en días de conflicto todavía provoca controversias ya que muchos afirman que tuvo una tolerancia hacia los crímenes del régimen nazi en Europa. De todos modos, la revista de los jesuitas, “Civiltà Cattolica”, enfocó la experiencia de aquellos años afirmando que Pío XII intentó una 3ra. posición entre los bandos en pugna, y cuenta cómo rechazó tanto la invitación a apoyar la ofensiva alemana-italiana contra el comunista Josef Stalin como el reclamo que de apoyara a USA que le hizo Harry Truman durante la Guerra de Corea. En varias ocasiones recientes el Vaticano intentó reivindicar al pontífice. Un nuevo intento aunque quizá más exitoso que los anteriores, es el trabajo de “Civiltà Cattolica”, motivo de un comentario en Vatican Insider/La Stampa acerca de la "teopolítica del fundamentalismo cristiano".

CIUDAD DEL VATICANO (Vatican Insider). El artículo de la revista “La Civiltà Cattolica” sobre la «teopolítica» de cierto fundamentalismo cristiano en el que se tocan frentes evangélicos y católicos conservadores ha provocado, comprensiblemente, bastantes discusiones. El límite del pequeño ensayo publicado por la revista de los jesuitas es, tal vez, que afronta al mismo tiempo demasiados argumentos de pasada, y por ello las pocas líneas dedicadas a la libertad religiosa provocaron reacciones críticas como la del arzobispo de Filadelfia, Charles J. Chaput, mientras otras cuestiones fueron interpretadas como un ataque indirecto contra la administración del presidente Donald Trump.

Es cierto que en el pasado (incluso reciente) no han faltado las “santas alianzas” (basta recordar los años '80 y la lucha contra el comunismo de la era Regan), pero también es cierto que la Santa Sede, durante el último siglo, siempre se ha negado a bendecir alianzas entre el trono y el altar o “guerras santas” propugnadas por quienes dividen el mundo en «buenos» y «malos», a veces según las conveniencias del momento, como demuestran las guerras en Medio Oriente durante los últimos 30 años, en las que los aliados evidentes u ocultos de las potencias occidentales se han convertido en “los malos” contra los cuales luchar, y en nombre de la «exportación de la democracia» se ha creado inestabilidad y el aumento de los terrorismos. Un ejemplo poco recordado de esta actitud vaticana que trata de partir del realismo es el que protagonizó Pío XII entre los años '40 y '50.

Eugenio Pacelli (elegido en marzo de 1939) fue un Papa anticomunista. Pero este rasgo no debe llevar a pensar que desplegó a la Iglesia en el frente occidentalista. En el clima plúmbeo de la Guerra Fría, a pesar de las terribles persecuciones que sufrieron los cristianos más allá de la Cortina de Hierro, Pío XII no deseaba que se recurriera a la fuerza para cambiar los equilibrios mundiales de Yalta, bien consciente de la potencia de los nuevos arsenales. El Papa confió al embajador Wladimir d’Ormesson, en una conversación de abril de 1949, hablando sobre las poblaciones del este: «Los desventurados que están encerrados en esos países que se han convertido en una prisión reclaman la guerra para salir. ¡Pero no! ¡Sobre todo la guerra no! Una nueva Guerra es impensable. Sería apocalíptica. Además no se concluiría nada. La experiencia que hemos tenido desde hace treinta años lo demuestra lo suficiente. Después de la Primera Guerra Mundial han surgido dificultades económicas enormes por todas partes, y fueron estas las que, de alguna manera, generaron la Segunda Guerra. Después de esta segunda conflagración, el mundo se ha vuelto más caótico… ¿En qué nos convertiríamos después de una tercera catástrofe? No, no, hay que luchar, trabajar por la paz; trabajar en ella razonablemente, metódicamente, sin descanso, sin dejarse intimidar por los que se esfuerzan por sabotear el equilibrio mundial. Hay que tener esperanza y confianza».

Pero fue en 1950, en ocasión de la guerra de Corea, cuando Pío XII tomó distancias de la “cruzada anticomunista” y de los motivos “religiosos” con los que se quería defender la intervención armada. En junio de 1950 Corea del Norte, bajo el control de la Unión Soviética, invadió Corea del Sur, protegida, en cambio, por los Estados Unidos. El orden mundial provisional establecido en Yalta parecía resquebrajarse hacia un apocalipsis nuclear. Los soldados estadounidenses y sus aliados se encontraban desplegados en un frente oriental desconocido, con la consigna de defender la civilización occidental de la barbarie. La intervención militar se dio con el mandato de las Naciones Unidas, que la decretaron cuando el representante de Moscú estaba ausente. El conflicto habría concluido con la división de las dos Coreas mediante el paralelo 38, en 1953, después de haber desplegado a cinco millones de soldados de 16 diferentes países y de haber provocado dos millones de muertos.

En esos momentos, según las palabras de algunos líderes occidentales, la guerra contra el comunismo asumió los rasgos de una lucha apocalíptica en contra del mal, encarnado en el dictador soviético Stalin. Un genio del mal que conspira para destruir la civilización cristiana occidental y que querría «sustituir la Revelación con la doctrina marxista del ateísmo comunista», según escribió el presidente estadounidense Henry Truman a Pío XII en una carta del 11 de agosto de 1948. Los analistas estadounidenses consideraban indispensable fortalecer las relaciones con la Santa Sede para crear un «frente unido». La estrategia de los Estados Unidos, directamente involucrados en la guerra en Corea para tratar de frenar al bloque soviético, era la de hacerse del apoyo de los líderes de las religiones en la batalla contra el enemigo comunista. La Casa Blanca apostaba por una declaración conjunta de los líderes religiosos o, por lo menos, un encuentro ecuménico que demostrara de alguna manera el apoyo de las religiones al frente occidental.

El 6 de diciembre de 1950, con la encíclica “Mirabile illud”, Pío XII rezó por la paz, pero advirtió a los gobernantes estadounidenses sobre las tentaciones de utilizar las armas nucleares: «El ingenio humano, destinado a muy otros objetivos, ha creado hoy instrumentos de guerra de tal potencia que suscitan horror en el ánimo de cualquier persona en su juicio, sobre todo porque no solo golpean a los ejércitos, ¡sino que a menudo arrollan a ciudadanos, chicos inocentes, mujeres, viejos, enfermos y, además, edificios sacros y monumentos de las más nobles artes! ¿Quién no se horroriza al pensar que puedan añadirse nuevos cementerios a los ya tan numerosos del reciente conflicto, y a otras tristísimas ruinas nuevas de burgos y ciudades? ¿Quién, finalmente, no tiembla al pensar que la destrucción de nuevas riquezas, consecuencia inevitable de cualquier guerra, puede empeorar cada vez más esa crisis económica que afecta a casi todos los pueblos, y especialmente a las clases más humildes?».

Myron Taylor, representante no oficial de la Casa Blanca en Europa, escribió a Pío XII el 21 de junio de 1951 para invitarlo a que se sumara a la cruzada anticomunista, pues «el último gran recurso que queda es unir a todos los hombres de fe en Dios y en la libertad humana, todos juntos en un gran y constante esfuerzo para despertar a sus semejantes en todas las tierras, renovar su fe e inspirar su resistencia». Para convencer al Papa sobre las bondades de la causa, Taylor dio a entender la posibilidad de que las potencias reconocieran a Pío XII como una especie de guía espiritual del mundo libre.

Y escribió en su carta: «Bien puede ser que si los ocultos eventos del futuro se desarrollan, podría llegar un día en el que Su Santidad crea oportuno asumir la guía de una causa de tantos méritos para salvar a nuestro mundo civilizado de las pruebas más grandes». Pacelli, por su parte, no necesitaba que el diplomático estadounidense lo convenciera sobre los peligros del comunismo. Las persecuciones en contra de las Iglesias y de los fieles que acompañaron la expansión comunista inmediatamente después de la guerra eran un tormento enorme para él. Justamente en ese periodo, obispos, sacerdotes y laicos católicos estaban en la cárcel y eran perseguidos en muchos países del este. Y la Santa Sede, por decisión del Papa, publicó el famoso decreto de excomunión para los que se sumaran al comunismo ateo y materialista. El Pontífice, pues, no ignoraba la situación.

Pocos meses antes de la Navidad de 1951, Truman comenzó a presionar más a las religiones para que apoyaran directamente la lucha contra el comunismo. En un discurso dirigido a algunos eclesiásticos estadounidenses de diferentes confesiones, el 28 de septiembre de ese año, el presidente de Estados Unidos afirmó: «No se trata solo de preservar nuestra herencia religiosa en nuestras vidas y en nuestro país. Nuestro problema es mucho mayor. Se trata de preservar una civilización mundial en la cual pueda sobrevivir la creencia en Dios... Frente a la expansión del comunismo soviético, una potencia que es hostil a todo en lo que nosotros creemos..., todos los hombres que profesan la fe en Dios deberían unirse para pedir su ayuda y dirección. Nosotros deberíamos abandonar nuestras divergencias y unirnos inmediatamente, porque nunca como ahora nuestras divergencias han parecido tan mezquinas e insignificantes, frente al peligro que afrontamos hoy».

En la conclusión de su discurso, Truman se lamentó de que sus mensajes de unificación no siempre hayan tenido eco en las diferentes confesiones: «Desde hace tiempo, he tratado de provocar la unión de cierto número de grandes líderes religiosos del mundo en una común declaración de fe que se encuentra, como he dicho, en el XX capítulo del Éxodo, en los capítulos IV y VI del Evangelio según Mateo y en el discurso de la Montaña, y en una súplica común al Dios único que todos profesamos... Una declaración de este tipo atestiguaría la fuerza de nuestra fe común y nuestra confianza en su victoria final sobre las fuerzas que se oponen a ella». Pero los líderes religiosos no se sumaron a esta ecuménica «cruzada por la paz» en contra de los «ejércitos de la irreligión».

Y así llegó la noche de Navidad, cuando tanto el Presidente estadounidense como el Papa se dirigieron directamente a los hombres y a las mujeres de la época con palabras en cierta medida semejantes. A pesar de que no haya duda de que para Pío XII el comunismo representaba una forma de totalitarismo que amenaza la supervivencia misma de la Iglesia en muchos países, los tonos de los dos discursos natalicios son bastante diferentes. El Papa Pacelli, de hecho, no se deja “enrolar” en la cruzada anticomunista, y aprovecha su radiomensaje navideño para denunciar lo que no funciona en el llamado «mundo libre». Es un testimonio de la libertad interior de Pío XII y de su defensa de la libertad de la Iglesia.

Truman recurrió a tonos inspiradores, a una prosa netamente religiosa. Recordó «el humilde nacimiento del niño en la ciudad de David, en la que Dios dio su mensaje de amor al mundo», que se hace concreto en el espíritu de sacrificio de los soldados en el frente: «Nuestro corazón está entristecido en este tiempo de Navidad por el sufrimiento y el sacrificio de nuestros valientes hombres y mujeres que se encuentran en Corea. Extrañamos a nuestros chicos y a nuestras chicas. Nos están protegiendo a todos los hombres libres de la agresión».

El Presidente estadounidense exaltó las razones ideales de la intervención en Corea y concluyó identificando el triunfo militar en el frente coreano con la victoria que comenzó en el mundo con el nacimiento de Jesús: «Solo seremos fuertes si conservamos la fe, la fe que puede mover montañas y que, como dice san Pablo, es sustancia de esperadas y evidencia de cosas invisibles. La victoria que alcanzaremos nos fue prometida hace tanto tiempo, en las palabras del coro de los ángeles que cantaban en Belén: Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».

Desde Roma, el Papa de gestos hieráticos pronunció sus palabras frente a los micrófonos de la Radio Vaticana, que las difundió por todo el mundo. Pío XII comenzó diciendo que le gustaría dar un juicio «franco y sincero» sobre los hechos. Y la situación real de la que partió fue la división del mundo en dos campos opuestos: la humanidad misma está «dividida en dos grupos tan netamente separados que difícilmente están dispuestos a permitir que alguien, o de alguna manera, tenga la libertad para mantener entre las partes adversarias una actitud de neutralidad política».

Por acá o por allá, la neutralidad no era posible en el mundo fragmentado en 2, y que acababa de salir del túnel de la 2da. Guerra Mundial. Sin embargo, a pesar de la trágica experiencia que sufrieron las comunidades católicas en el este, incluso en un tiempo de contraposición tan aguda, el anticomunista Pío XII no identificó la misión de la Iglesia con las razones del “mundo libre”.

Papa Pacelli dijo: «Ahora esos que erróneamente consideran a la Iglesia casi como una potencia terrena cualquiera, como una especie de imperio mundial, fácilmente son inducidos a exigir de ella, como de otros, la renuncia a la neutralidad, la opción definitiva a favor de una o de otra parte. Sin embargo, para la Iglesia no se puede tratar de renunciar a una neutralidad política por la simple razón de que ella no se puede poner al servicio de intereses puramente políticos».

En este alejarse de la lógica de los bloques se manifiesta también el sueño, típicamente pacelliano, de ver surgir de las ruinas de la Guerra Mundial un orden social cristiano. Un proyecto que el Pontífice proponía desde los primeros mensajes navideños, cuando la 2da. Guerra Mundial acababa de comenzar y las potencias beligerantes pretendían destruirse recíprocamente, en lugar de pensar en la construcción de un orden internacional. Este era el objetivo de los famosos mensajes en los que el Papa Pío XII proponía el ideal de una civilización católica alimentada por los principios evangélicos, casi como una «tercera vía» que no se agotaba en ninguno de los dos sistemas que se enfrentaban en el escenario internacional.

«El divino Redentor», afirmó el Papa, «fundó la Iglesia con el fin de comunicar mediante ella a la humanidad su verdad y su gracia hasta el final de los tiempos. La Iglesia es su “cuerpo místico”. Ella es toda de Cristo. Y Cristo es todo de Dios». Identificar la Iglesia con una de las formas de civilización, hacer que coincida la salvación cristiana con la instauración y la defensa de determinado eje de poder mundano significaría desnaturalizar «el fundamento sobre el que la Iglesia, como sociedad, reposa». Y alterar la naturaleza misma de la Iglesia: «Hombres políticos y a veces incluso hombres de Iglesia, que pretendieran hacer de la Esposa de Cristo su aliada o el instrumento de sus combinaciones políticas, nacionales o internacionales, dañarían la existencia misma de la Iglesia, su vida propia: en una palabra, la harían bajar al mismo nivel en el que se debaten los conflictos de interés temporales. Y esto es y sigue siendo verdadero aunque se dé por fines e intereses en sí mismos legítimos».

En el radiomensaje de Navidad de 1951, Pío XII ya intuía «la desgraciadamente difundida debilidad de un mundo que adora llamarse con énfasis “el mundo libre”». Sugirió que al oeste de la Cortina de Hierro la manipulación sutil de los deseos y de las conciencias podía producir «una sociedad reducida a mero automatismo». Constató la presión unificadora ejercida mediante el sistema de los medios de comunicación, cuando se refirió a los que «esperan su único alimento espiritual cotidiano... de la prensa, de la radio, del cine, de la televisión». Esta es la «condición dolorosa, que obstaculiza también a la Iglesia en sus esfuerzos de pacificación».

«Los que, por ejemplo, en el campo económico y social quisieran controlar la sociedad, incluso la dirección y la seguridad de su existencia; o que esperan hoy su único alimento espiritual cotidiano, cada vez menos de ellos mismos (es decir de las propias convicciones y de los propios conocimientos) y cada vez más, ya preparado, de la prensa, de la radio, del cine, de la televisión; ¿cómo podrían concebir la verdadera libertad, como podrían estimarla y desearla, si ya no tiene cabida en sus vidas?».

«Es decir, ellos», continuó Pío XII, «ya no son más que simples ruedas en los diferentes organismos sociales; ya no son hombres libres, capaces de asumir y de aceptar una parte de responsabilidad en las cosas públicas... Esta es la condición dolorosa, que también obstaculiza a la Iglesia en sus esfuerzos de pacificación, en sus llamados a la conciencia de la verdadera libertad humana, elemento indispensable, según la concepción cristiana, del orden social, considerado como una organización de paz. En vano, multiplicaría sus invitaciones a hombres privados de esa conciencia, y también, con mayor inutilidad, las dirigiría a una sociedad reducida a mero automatismo... Tal es la desgraciadamente extendida debilidad de un mundo que adora llamarse con énfasis “el mundo libre”. Este se engaña y no se conoce a sí mismo: en la verdadera libertad no radica su fuerza. Es un nuevo peligro, que amenaza la paz y que hay que denunciad a la luz del orden social cristiano. De allí también deriva en no pocos hombres de prestigio del llamado “mundo libre” una aversión contra la Iglesia, en contra de esta amonestadora inoportuna de algo que no se tiene, pero se pretende tener, y que, por una extraña inversión de ideas, precisamente se la niega injustamente; es decir el aprecio y el respeto de la genuina libertad».

A pesar de denunciar en el mismo radiomensaje la situación de los cristianos del este y las víctimas del comunismo, Pío XII, como hizo durante la 2da. Guerra Mundial cuando se abstuvo de bendecir la ofensiva italo-alemana contra los rusos, se negó dejarse “enrolar” en la cruzada mundial anticomunista.

La primera vez fue el gobierno fascista el que le pidió que “bendijera” la guerra antibolchevique del Tercer Reich, pero el embajador de Benito Mussolini, que acudió al Vaticano, se topó con una negativa y además le refrescaron la memoria con respecto a las persecuciones de los nazis en Polonia.

La segunda vez, en cambio, fue el presidente de los Estados Unidos el que pidió al Pontífice que asumiera un papel de guía espiritual y moral de la humanidad en la lucha contra el mal “encarnado” en Stalin. Aunque las circunstancias fueran diferentes, el anticomunista Pacelli, que también reconocía la imposibilidad de mantenerse neutral frente a lo que está sucediendo en la Unión Soviética y en los países satélites (así como tampoco lo hizo ante la amenaza nazi, llegando incluso a apoyar, como documentan los datos históricos, un complot para hacer que cayera Hitler e impulsar la ayuda estadounidense a los soviéticos antialemanes), se niega a que lo utilicen. Se negó a desplegar a la Iglesia para que no se le identificara con un sistema político.

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