La farsa de la Boda Real y la censura de El Mundo

POR JESÚS CACHO El sitio Periodista Digital, de Madrid, España, publicó hoy la columna que Pedro J. Ramírez, cofundador y director del diario El Mundo, le censuró a otro histórico del matutino, Jesús Cacho (conocido de U24 por sus columnas en ElConfidencial.com/), acerca de la Boda Real, y la aparatosa monarquía española. Es ridículo que la sociedad argentina ahora aparezca atraida por lo monárquico cuando la Revolución de Mayo trató, precisamente, de la decisión -de algunos- de separarse de la monarquía española, y por eso fusilamos a Santiago de Liniers, a las 14:30 del 26 de agosto de 1810, en el Monte de los Papagayos, igual que al brigadier Juan Gutiérrez de la Concha, al coronel Santiago Alejo de Allende, al abogado Victorino Rodríguez y al tesorero de la Real Hacienda, Joaquín Moreno. Es probable que muchos estén arrepentidos pero que instalen el debate abierto; mientras tanto, leamos otra visión de la monarquía española, diferente a la de los colegos especialistas en cholulaje.

"La escala de valores que ha presidido la vida del Rey Juan Carlos desde su ascensión al trono: una cierta, casi obsesiva, afición al dinero, y una serie de estrechas relaciones personales con un tipo de amigos susceptibles de hacer realidad esa pulsión por lo hedonista, lo material, lo crematístico"
El artículo de Jesús Cacho sobre la Boda Real que censuró Pedrojota

Esta vez, Jesús Cacho no escribía de Botín o de su hija Ana Patricia. Tampoco del BSCH, entidad financiera con la que el periodista parece tener una vieja, honda e interminable disputa. En esta ocasión, el insumergible Cacho escribía de la Boda Real y, como si se hubiera metido con el BSCH que tanto dinero en publicidad da a El Mundo, Pedrojota censuró su artículo.

Este es el texto íntegro del artículo censurado.

Redacción (25/05/04, 09.17 horas)

Era Navidad, y en Navidad los regalos se esperan en Zarzuela con verdadera expectación. Claro que entre las joyas que suele regalar José Celma, dueño de la aseguradora Metrópolis, y los dátiles revenidos que llegan desde los desiertos de Arabia en relucientes arcones metálicos, hay un largo trecho. Aquel año había llegado uno de los barones Thyssen, Hans Heinrich y Tita, y un viento de febril entusiasmo recorrió Palacio, porque se presumía que aquel iba a ser, tenía que ser un presente importante, acorde con la fortuna de los remitentes. Pero pasaban las horas y el regalo en cuestión, perdido en los vericuetos del servicio y de tanto cargo como pulula por la real Casa, no llegaba a manos de sus destinatarios.

Por la tarde, el Rey y la Reina, cada uno por su lado, reclamaron varias veces la marza, el juanillo de los barones, "pero, ¿dónde está el regalo de los Thyssen...?". A la mañana siguiente, en pleno desconcierto y viendo que el obsequio no aparecía por ningún lado, los interesados tuvieron una idea luminosa, ya está, ¡la caja fuerte! tiene que estar allí, seguramente alguien ha tomado la precaución de guardarlo al suponer que se trataba de una dádiva importante. La sorpresa fue que, al abrir la puerta blindada, allí sólo había ¡un par de jamones de Jabugo! que alguien había puesto a buen recaudo, sin duda un tesoro, pero no de la clase que esperaban Sus Majestades. Al caer la tarde del segundo día de autos, tras gestiones mil, por fin apareció el tesoro: el presente navideño que los barones Thyssen habían enviado a los Reyes de España era... ¡un libro! Aquella noche hubo tormenta en Palacio.

La anécdota, real como la vida misma, es ilustrativa de la escala de valores que ha presidido la vida del Rey Juan Carlos desde su ascensión al trono. Una cierta, casi obsesiva, afición al dinero, y una serie de estrechas relaciones personales con un tipo de amigos susceptibles de hacer realidad esa pulsión por lo hedonista, lo material, lo crematístico. Por el dinero. Los libros y sus autores, los escritores, filósofos y doctores, los sabios del más diverso signo, nunca le han llamado la atención. Le han divertido más los Primo de Rivera, los Mendoza, los Conde, los De la Rosa, los Alcocer, los Prado y Colón de Carvajal. Manolo Prado, el hombre encargado de gestionar la fortuna real, el gran ausente de la boda de ayer –que siguió desde la cárcel de Sevilla II- representa como pocos las miserias de una familia y una Institución que, tras los fastos de la boda, tras la avalancha de salsa rosa que los españoles han padecido estos días, se enfrenta a un futuro incierto al inicio de un nuevo siglo, seguramente de la mano del Príncipe que ayer contrajo matrimonio.

Un refrán castellano asegura que lo que mal empieza, mal acaba. El juancarlismo fue el resultado de una decisión personal del general Franco, una nueva Restauración que don Juan de Borbón, legítimo sucesor, aceptó a toro pasado y como mal menor. Muerto el dictador, la Monarquía parlamentaria fue ofrecida a los españoles dentro del paquete cerrado de la Constitución del 78. De aquel pecado original arrancan muchos, si no la mayoría, de los males de la Institución. Allí se confundieron muchas cosas, se equivocaron muchas conductas. Allí muchos trabucaron fervor con servilismo, apoyo con falta de exigencia. El resultado es que, a día de hoy, todas las cuestiones referidas al Rey y a la Corona siguen siendo tabúes, y ello en un país donde ya son posibles excesos verbales de todo tipo.

El peor servicio que algunos españoles -obviamente los poderes fácticos, naturalmente los mediáticos- le han hecho a la Corona ha sido colocarla en una urna de cristal a sotavento no ya de todas las tormentas, sino de la más breve brisa de crítica, permitiendo así que sus miembros se fueran saliendo de madre entre el silencio avergonzado de algunos y la risa falsa de otros. Y mucha alfombra mediática dispuesta a vender una versión almibarada y falsa de comportamientos y estilos de vida imposibles de mantener sine die, so pena de despertarse un día al final de un sueño parecido a aquél que, una tarde de abril de 1931, conmocionó la vida de Alfonso XIII cuando, todavía dudando sobre si salir al exilio, tuvo que ser el conde de Romanones quien le invitara a asomarse a la ventana para ver el espectáculo de la multitud arracimada en la plaza de Oriente.

La monarquía restaurada y pobre de solemnidad de los setenta es hoy rica, como casi todo el mundo sabe, no sin que el propio Monarca o sus titulares de respeto, estilo Prado o Chokotoua, se hayan embarcado en mil y un negocios dudosos orientados a forjar ese patrimonio y a sostener el nivel de gasto no sólo de los Borbones hispanos, sino de la familia derrocada en Grecia. La contrapartida ominosa es un mar de rumores que se va extendiendo por doquier, en una marea imposible de contener y que empieza a degenerar en un clima de mentidero chusco y zafio, de broma pesada, que aflora con virulencia por las cloacas de la telebasura, hurtando de nuevo un debate racional y sosegado no sobre el pasado, que eso no tiene arreglo, sino sobre el futuro de una Monarquía encabezada por el todavía Príncipe Felipe.

En la coyuntura que vive una España asediada en su identidad como nación, esa España alba toda y también toda agonía que dice el hermoso soneto de Ridruejo, la España tensionada por las exigencias de un nacionalismo con vocación de Viva Cartagena, son legión los españoles que creen que sería arriesgado abrir el melón del debate Monarquía versus República. A la altura del 2004 es, sin embargo, una evidencia que no se podrá seguir sosteniendo a la Corona a base de cataplasmas de silencio cómplice, como si de una planta enferma se tratara, entre otras cosas porque ni el deterioro de la Institución lo aguantaría, ni las nuevas generaciones de españoles lo soportarían. La solución no puede ser otra que la de abrir las ventanas de Palacio y airear las estancias a la luz fresca de la mañana. Sacar las alfombras y sacudirlas. Luz y taquígrafos. Transparencia y capacidad para emprender un camino nuevo, lo que implica una apuesta decidida por la honestidad personal y el ejemplo en las conductas. Para facilitar el proceso, el Monarca debería ir meditando sobre la necesidad de una pronta renuncia al trono en favor de su hijo.

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