Uruguay: Una vuelta al pasado para repensar el presente

A continuación U24 reproduce una columna de opinión de Gustavo Hernández Baratta donde se realiza un breve recorrido por la historia reciente uruguaya plantando las bases para construir un futuro de lucha y progreso.

¿Bases para la convivencia política o tacho de basura para las buenas intenciones?

Un día como hoy, pero en 1830, las autoridades provisionales y el pueblo juraban la primer Constitución Nacional, surgida como lo indicó su preámbulo en los compromisos asumidos en el Tratado Preliminar de Paz de 1828. Como bien lo representa Blanes fue una fiesta popular: el esfuerzo independentista de los Orientales daba finalmente sus frutos, y aunque no había sido –precisamente- la conformación de un estado independiente la idea que nos animó a la lucha, habíamos obtenido al fin de cuentas un lugar en el mundo en el que pudiéramos vivir como seres libres.

En la pintura de Blanes que recrea aquel momento las banderas de los firmantes del Tratado, flameando junto a la nuestra, confirman que el país nació fruto de la solución de compromiso que los beligerantes: las Provincias Unidas del Río de la Plata (en las que se enrolaba nuestro pueblo por historia y por opción explícita en las Leyes de la Florida de 1825) y el Imperio del Brasil, bajo la mirada tutelar y el patrocinio del Imperio Británico, pero significan también el reconocimiento internacional a nuestra identidad como pueblo –a la que nunca renunciamos- y al derecho a buscar nuestro propio destino. Las galas que exhiben los juramentados nos permiten adivinar la esperanza que en la sociedad despertó el acontecimiento.

Las expectativas de aquellos Orientales fueron correspondidas por los hechos. Aunque la paz tuvo que esperar, desde fines de la Guerra Grande, aún a pesar del enfrentamiento constante entre blancos y colorados, y de la Guerra de la Triple Alianza, el país vivió tiempos de una prosperidad económica inusitada cuyo reflejo inequívoco está en el hecho de haber sido el país con mayor tasa de crecimiento demográfico de América Latina.

El de entonces era un país difícil pero prometía futuro a los miles de inmigrantes que anualmente llegaban a nuestras costas. La elección no era antojadiza. Hacia 1875, el Producto Bruto per Cápita del Uruguay era equivalente al de los países más desarrollados de la tierra.

Había dificultades y serios conflictos irresueltos, pero ni lo uno ni lo otro era lo suficientemente grave como para desmentir la profecía de Juan Bautista Alberdi quien en sus "Bases" había pronosticado que nos convertiríamos en la "California de América del Sur".

¿Tuvo que ver el texto constitucional con aquel momento de crecimiento explosivo que experimentamos? Seguramente no puede explicarlo todo, pero lo cierto es que luego que abandonamos el paradigma que aquella constitución representaba nunca más experimentamos un período tan promisorio como ese.

Las constituciones de 1917 y sobre todo la de 1934 transformaron la esencia del austero texto primigenio dotándolo de una creciente lista de supuestos derechos garantizados constitucionalmente y alejando –paradójicamente- la posibilidad de que dichas aspiraciones pudieran cumplirse al imponerse serias restricciones a la libertad de las personas sobre la cual la bonanza estaba siendo construida.

La de 1830 era una constitución breve, concentrada en asuntos fundamentales para la organización política del país, renglón en el que adolecía de graves defectos que sirvieron para establecer un modelo fraudulento de hacer política y que derivaron en serios atropellos a los derechos políticos, en la rebelión del interior criollo contra las elites montevideanas que acapararon los resortes decisorios y en la guerra civil; era también una constitución que establecía serios límites al poder del estado frente a los derechos de los individuos a los que no procuraba tutelar y cuya libertad no buscaba relativizar.

La actual es una constitución extensa, pródiga en declamaciones bienintencionadas pero que pone en entredicho los derechos más elementales de las personas a los que sujeta a los intereses del estado.
Por un lado, instaura una serie de derechos (a la salud, a la educación, a la vivienda digna, al trabajo) cuya satisfacción condiciona a lo que la ley disponga; por el otro, sujeta a los "intereses generales", al "bien común" o a la razón de estado derechos fundamentales como el de la vida, la libertad, el honor y la propiedad.

El Uruguay de aquella constitución, a pesar de la convulsión política constante, atraía hacia sí enormes contingentes humanos y su producto crecía vertiginosamente; el de ésta vive de crisis en crisis y expulsa anualmente al destierro económico a miles y miles de compatriotas.

En el Uruguay del siglo XIX nuestros ancestros no tenían garantizado constitucionalmente ni la vivienda, ni la educación gratuita, ni la salud, ni el trabajo, ni la jubilación ni el salario digno, ni se protegía a los niños de la explotación ni el abuso, ni se propendía al "perfeccionamiento físico y moral" de los uruguayos, ni el asilo a los indigentes, ni se garantizaban tantos otros derechos que hoy supuestamente gozamos gracias a la Constitución vigente; pero en el Uruguay del Siglo XIX era posible vivir, crecer, progresar, luchar para dar a los hijos un futuro mejor. En el Uruguay del Siglo XXI, la Constitución nos prodiga derechos que satisfacen en el papel todas nuestras necesidades y sin embargo en el país no es posible vivir, ni crecer, ni progresar y por más que luchemos tenemos la casi certeza de que nuestros hijos no estarán sino peor.

Hoy quedan unos pocos rastros perdidos de aquel viejo país. Están el Teatro Solís, el Mercado del Puerto, Piriápolis, los barrios de Reus, todos construídos íntegramente con el esfuerzo y el dinero de empresarios e inversores particulares. Pero hubo mucho más: compañías de alumbrado público, de energía eléctrica, postas, telégrafos y teléfonos, seguros, bancos que emitían moneda, astilleros, saladeros y frigoríficos entre muchos otros emprendimientos comerciales e industriales que nacieron y murieron, crecieron y se multiplicaron.

Con los albores del siglo XX nuevos vientos soplaron y en el lapso de unos pocos años el estado uruguayo, que apenas se consolidaba políticamente, se lanzó a sustituir la prolífica iniciativa privada estatizando empresas y monopolizando vastos sectores económicos. Simultáneamente el progreso como fruto del sacrificio fue sustituído por el derecho constitucional, la iniciativa privada por la burocracia estatal, el emprendimiento privado por el empleo público.

Experimentamos un período de progreso social, ciertamente, pero duró lo que nos duró la fabulosa renta que en aquellos primeros años supimos acumular. Desde entonces vivimos en crisis. Y ya nos dura medio siglo.

La crisis de hoy tiene mucho más que ver con el cambio que introdujimos en la forma de vernos como sociedad y en la idea que teníamos de progreso que con cualquier otro fenómeno, político o económico, que hayamos experimentado directa o indirectamente.

Mientras supimos identificar al progreso como consecuencia del esfuerzo de cada quien el país entero pudo progresar, pero cuando abrazamos la idea de que el progreso vendría del disfrute de la renta que la actividad comercial e industrial del estado nos proporcionaría, el Uruguay dejo de crecer.

El esfuerzo individual quedo sepultado debajo de la idea de que por el solo hecho de ser uruguayos tendríamos asegurado el disfrute de logros que se obtendrían solos.

Muy pronto quedo en evidencia que aquella fabulosa renta no era tal y fue necesario acudir a diversos artilugios –cada vez más permisivos- para sostener la mentira: cierre progresivo de la economía, transferencias compulsivas de recursos entre sectores económicos, carga impositiva creciente, endeudamiento interno, inflación, endeudamiento externo.

Al final de todo, los derechos declamados constitucionalmente solo pueden ser satisfechos por el estado a una parte cada vez más pequeña de la sociedad, en detrimento del resto a la que se somete al avasallamiento de sus derechos más fundamentales y sobre todo, a quienes se les impide pensar en que el progreso solo está en el fruto del propio esfuerzo y no en el cumplimiento de las promesas que los gobiernos "eluden incumpliendo la palabra empeñada".

No atinamos a ver la causante de nuestros males en la falacia que nos promete cosas que solo nuestro propio esfuerzo puede obtener a costa de las libertades que son esenciales para que ese sacrificio tenga resultado.

Culpamos por nuestra suerte a la impericia o a la mala fe de nuestros dirigentes y a la acción de fuerzas malignas que conspiran en nuestra contra, y renovamos cada cinco años las desmesuradas expectativas con las que recibimos a cada nuevo gobierno.

Pero no nos detenemos a pensar en que nunca podemos salir gananciosos en el canje así como no podemos salir ganando vendiendole nuestra alma al diablo.

No logramos darnos cuenta de que las cosas son como son porque estamos detenidos en la lucha por obtenerlo todo de los demás y que los demás también lo pretenden todo de nosotros, y porque el grupo que finalmente consigue lo que pretende es porque es más fuerte o ejerce más presión o tiene el acceso al poder que hemos delegado en el estado.

Estamos enfrascados en una lucha de facción en la que el objetivo es pasarle la pelota a los demás, lo que en realidad solo significa que estamos luchando por evitar que ser el pato de la boda. Es un enfrentamiento en la que la dignidad es lo primero que se pierde, en el que el temor a perderlo todo nos empuja a rechazar cualquier cosa que siquiera pueda ser sospechosa de dejarnos fuera del reducido nucleo de dudosos privilegiados.

Hemos comprado la ilusión y luchamos por no caernos en la más cruda de las realidades. Sin embargo, en la realidad está la solución.

Cuando todos y cada uno de nosotros asumamos que todos y cada uno de nosotros perdemos más de lo que ganamos manteniendo las cosas como están, esta fantasía perniciosa en la que vivimos terminará y haremos despertar lo mejor que cada uno de nosotros tiene dentro de si. Ese día el Uruguay cambiará.

La Constitución reflejará finalmente nuestra condición de hombres libres y será el marco que nos permitirá convivir socialmente y construir un futuro mejor, y no un tacho de basura lleno de buenas intenciones.

Será un Uruguay de hombres comprometidos con su destino. El nuestro será un país de emprendedores, de pioneros, de aventureros dispuestos a asumir riesgos para cosechar ganancias. No será un país facil, nada lo és, no será un país perfecto, la perfección está limitada al reino de Dios. Pero será un país en el que valga la pena quedarse y vivir.

Se parecerá mucho a aquel país que apostaba al progreso y que renegaba contra los enemigos de su libertad, por cuyo concurso tanta sangre se derramó y cuyo goce completo nos ha sido tan esquivo.

En honor a aquel primer Uruguay, a la sabiduría de sus primeros constituyentes, al espíritu aventurero, a las ansias de progreso, a los hombres y mujeres que lo construyeron, a sus caudillos que a caballo batallaron por la libertad y a sus primeros empresarios que generaron riqueza allí donde no la había es que desde aquí intentaremos transmitir una idea simple y poderosa: otro país es posible.

Solo hay que proponérselo.

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Publicado en :http://www.hernandezbaratta.org

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