Somos muchos... y nos conocemos mucho

Muy interesante opinión editorial publicado por el diario de Córdoba, La Voz del Interior

Cada nuevo gobierno descubre su pólvora. Anteayer, el presidente Néstor Kirchner se justificó: "Cómo no me voy a enojar a veces con algunos funcionarios, a los que, para moverlos, hay que despertarlos con 10 relojes despertadores. Yo quiero que trabajen para el pueblo; para eso están los lugares y los puestos que tienen".

El viernes, el intendente de Córdoba, Luis Juez, también justificó sus muchos problemas: "No sabe la máquina de impedir que me tocó gobernar", dijo, en referencia a la Municipalidad, a la que describió como un "submarino a pedales".

Hace tiempo, el 14 de julio de 2002, el entonces secretario de Industria de la Provincia y hoy presidente del Banco de Córdoba, Ricardo Sosa, justificó los contratos de "recomendados" por funcionarios y políticos: "En realidad, el Estado funciona con los contratados, porque los empleados (efectivos) son verdaderos becados, no tienen riesgos, se sienten seguros en sus puestos y entonces no se esfuerzan lo suficiente".

Si no fuera porque queda mal nombrarlo, se podría citar al Carlos Menem de la primera presidencia, cuando sostuvo que "Argentina no es un país subdesarrollado, sino un país subadministrado". Después, se dedicó a profundizar ese vicio.

Se pueden, incluso, ignorar las históricas rabietas de Ramón Mestre con funcionarios y agentes provinciales y, aun así, se encuentran dos coincidencias: en términos generales, los distintos niveles del sector público muestran deficiencias; y los gobiernos se dan cuenta después de un año de gestión y pasan a mejor vida mientras el submarino sigue varado.

Uno cada 5,5

Un estudio de los economistas Pablo Guido y Gustavo Lazzari, publicado ayer por Fundación Atlas sobre datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec) y del Ministerio de Economía de la Nación, establece que en los ámbitos federal, provincial y municipal hay unos 2,15 millones de empleados públicos (declarados; los contratados siguen siendo un misterio). Como máximo, hay 5,5 trabajadores privados por cada empleado estatal (considerando empleados privados a los jefes de hogar subsidiados que realizan una contraprestación, como le gusta a Roberto Lavagna).

Los estatales tienen salarios promedio más altos, mucha mayor protección legal y casi en su totalidad gozan de aportes jubilatorios y de obra social (contra apenas la mitad en el sector privado).

¿Son demasiados los empleados públicos? La pregunta es mala. Por empezar, porque el universo de servicios que presta (o a veces simula prestar) el Estado en sus distintos niveles, incluye de todo. Por ejemplo: entre los 2,15 millones de estatales, hay más de 600 mil maestros y profesores de todos los niveles, incluido el universitario. Ellos tienen a cargo un servicio esencial, aunque en su interior puedan encontrarse bolsones menores de escasa productividad.

Otros datos muestran que hay estatales en exceso. Por ejemplo: Guido y Lazzari establecen que en la provincia de Buenos Aires hay 6,82 estatales cada 100 habitantes. Si los servicios que brinda esa provincia son similares a los del resto (tal vez sean mejores), no se explica por qué en éstas el promedio es de casi nueve empleados públicos cada 100 habitantes. Parece poco, pero sólo allí salta un "excedente" de 330 mil empleados (declarados).

El estudio de la Fundación Atlas arroja datos inquietantes:

De los 100 más grandes empleadores del país, los primeros 22 son administraciones públicas.

Sólo la Municipalidad de La Matanza emplea a tantas personas como las dos distribuidoras más grandes de electricidad (Edenor y Edesur) o la misma cantidad que la mayor fabricante nacional de alimentos elaborados (Arcor).

El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires supera la dotación de todas las cadenas de supermercados.

La Provincia de Buenos Aires emplea a más personas que los 100 mayores empleadores privados.

Pero, más allá de estos números, la clave es la cantidad y calidad de bienes y servicios que muchas áreas estatales brindan al resto de la sociedad a cambio de los impuestos. Y es aquí donde Kirchner y Juez reinventan la pólvora.

Lo hacen en un momento crucial e importante. Para la mitad de la biblioteca económica, la vieja raíz de las crisis argentinas está en el perpetuo déficit fiscal de los distintos sectores públicos. De hecho, la recuperación económica que muestra como trofeo el Gobierno es coincidente con un déficit que se trocó en superávit. Ese superávit no es gratuito. Se explica por dos hechos fundamentales:

Un impuestazo sin precedentes, por su dimensión y su desigualdad. Por la misma canasta de alimentos, en noviembre de 2001 se pagaban 12,7 pesos de IVA. Hoy, el Estado se queda con 22,3 pesos.

Un default de deuda pública, que plantea un pronóstico incierto sobre el futuro de la inversión en Argentina.

Si al sector de la biblioteca que explica la decadencia por los perennes déficit fiscales se le concede aunque más no sea una pizca de razón, los distintos niveles de gobierno tendrán que tener mucho cuidado en definir qué hacen con los superávit fiscales que hoy aparecen por todas partes. En particular, en momentos en que se profundiza el aislamiento respecto de los países que motorizan la inversión mundial. En ese contexto, el Estado será el principal inversor. Y es clave que lo haga bien. No le sobran balas de plata.

Comenzar a dilapidar el superávit aumentando gastos en forma homogénea en todo el sector público, sin cambiar su lógica de funcionamiento ni disponer metas e incentivos, no hará otra cosa que alimentar al elefante, que seguirá necesitando miles de despertadores que ningún superpresidente está en condiciones materiales de ajustar cada día.

No se trata sólo de negociar cambios a los estatutos laborales con gremios estatales. También se trata de cambiar perniciosas lógicas típicas del Estado cuando contrata obras públicas con terceros, cuando otorga créditos al sector privado en forma directa o indirecta, cuando decide manejar empresas reestatizadas o cuando opta por fundar otras nuevas, como Energía Argentina Sociedad Anónima (Enarsa).

Un poco de nostalgia no está mal. Pero debe primar un sentido práctico. La tarea es tan enorme, que difícilmente lo pueda hacer un solo gobierno, sin la colaboración de opositores y corporaciones diversas.

Hasta ahora, nada de esto se debate. Tampoco se conoce qué instrumentos legales y cambios de tipo institucional proponen los gobiernos para asegurarnos que no reinaugurarán viejos fracasos. Sería una lástima que, de aquí a unos años, un nuevo gobierno vuelva a piar tarde y que, entremedio, se hayan dilapidado recursos públicos que son de todos.

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(*) La Voz del Interior, Córdoba, 11 de agosto de 2004

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