Morgan, Drake y Hawkins, antiguos habitantes de la Isla Tortuga

Henry John Morgan, sir Francis Drake, incluso sir Richard Hawkins. ¿Quién no ha oído hablar de ellos?. Corsarios, filibusteros, bucaneros. Hay cientos de libros que nos relatan sus más excitantes aventuras, existen miles de películas que recrean espeluznantes abordajes, escalofriantes combates navales, cruentos motines, orgías desenfrenadas de alcohol y mujeres. Son crónicas de otros tiempos, relatos de épocas remotas, inundados de aventura y romanticismo. La historia los ha traído a lo largo de los siglos hasta nosotros. A veces no sabemos donde termina la leyenda y comienza la verdad.

Corría el siglo XVII cuando el término bucanero aparece por primera vez. Se aludía con él a corsarios y filibusteros ingleses, holandeses y franceses cuya ocupación no era otra que saquear las posesiones hispanas en América.

En el siglo anterior Sir Francis Drake y sir Richard Hawkins habían conseguido inmensas fortunas, fama y gloria ejerciendo de corsarios contra las posesiones españolas, en el mar Caribe y en las costas norteamericanas.

Los corsarios se diferencian de piratas y bucaneros por el hecho de que estos actuaban por encargo de sus correspondientes gobiernos. Famosa es la leyenda de Drake, al que sus constantes expolios y su intrigante relación con la reina de Inglaterra, le llevó a ostentar el título de Sir.

Estos hombres crearon escuela. Un sin número de filibusteros y bucaneros errantes animados por el lujo y la fama que con la rapiña marina podía obtenerse, se dedicaron a hostigar las colonias españolas del Nuevo Mundo. Los bucaneros a diferencia de los corsarios, trabajaban por cuenta propia y solo les movía la avaricia y la sed de sangre.

Ninguno más famoso de Morgan. Su fama corrió como un reguero de pólvora por el mar caribe. No existía bucanero más temido que él. La Isla de la Tortuga era su refugio y el lugar de reposo de cientos de marinos dedicados a actividades más que sospechosas. No tenían otra ley que la del más fuerte. No enarbolaban más bandera que la propia.

La avaricia y el afán por atesorar el mayor número de riquezas posibles, los movía de vez en cuando a abandonar el desenfreno de la Tortuga e internarse en el mar en busca de víctimas.

Acostumbraban a atacar por sorpresa la isla de La Española, robaban el ganado y secaban y ahumaban la carne en unas parrillas llamadas en francés, boucan, de ahí el nombre de bucaneros, y las vendían a los barcos que hacían escala para recoger provisiones. No contentos con asaltar la isla, se lanzaban contra cualquier galeón que osaba separarse de la Flota de Las Indias. De ellos obtenían los más preciados tesoros. Joyas magníficas, telas exquisitas, baúles repletos de doblones de oro, ron de primera calidad. El mar del Caribe era para ellos su país y campaban a sus anchas sembrando el terror por todo el territorio.

No obstante los españoles consiguieron echarlos de la Isla de la Tortuga. Esto no fue suficiente para hacerlos desistir de tan beneficiosas actividades. Los bucaneros se trasladaron a Port Royal, Jamaica. Por entonces ya era John Morgan el líder absoluto de los bucaneros. Poseían riquezas, hombres, armas, solo precisaban de un territorio del que nadie los pudiera echar. Por ello en 1671 tomaron Panamá.

La contienda fue apasionante. Los relatos del combate escalofriantes pero lo más colosal acontecido tras la victoria fue el traslado de las riquezas.

Pocos se atrevieron a enumerarlas. Morgan era celoso de sus tesoros y no permitía que ninguno de sus hombres les pusiese la vista encima.

Cuentan crónicas lejanas que guiado por esta pasión por la riqueza y por el temor a ser desposeído del fruto de años de rapiña, reunió en un inmenso cofre las más preciosas joyas de cuantas contaba, las piedras preciosas más extraordinarias y las monedas de oro de mayor valor, y buscó una isla desierta que no apareciese en ningún mapa y allí enterró su tesoro. Se dice que para no extraviarlo entre la espesura de la pequeña isla, dibujó un detallado mapa en el cual con una cruz señalaba el lugar elegido para depositar toda su riqueza.

El mapa de Morgan ha dado lugar a un sin fin de aventuras, leyendas y peligrosas excursiones. El inteligente bucanero se cuidó de hacer circular una centena de mapas falsos que contribuyeron a confundir a los curiosos ávidos de riquezas.

La historia de los bucaneros terminó en el siglo XVIII cuando sus respectivos estados se decidieron a contratarlos para utilizarlos en la guerra de Sucesión española.

Morgan había sido capturado y conducido hasta Inglaterra para ser juzgado por haber saqueado Panamá después de que Inglaterra hubiese firmado un tratado con España. Así a todo tras cierto titubeo de las autoridades británicas, rey Carlos II, convencido de su lealtad, concedió a Morgan el título de sir y le nombró vicegobernador de Jamaica.

Muchos dicen que tras este nombramiento, Morgan regresó a su isla en busca de su tesoro. Hay leyendas que cuentan que lo trasladó a Jamaica donde sigue enterrado, otros que dilapidó hasta la última pieza de otro. Pero otra versión de los hechos, nos relata la rabia y la ira que el bucanero sintió cuando regresó a la isla. No halló ni rastro del baúl del tesoro y aunque sospechó que esto tenía mucho que ver con la repentina desaparición de su segundo de abordo, jamás pudo dar con él, eso que utilizó todo el poder que su nuevo puesto en Jamaica le concedía. Fueran verdaderas o falsas las historias sobre Morgan, el hecho es que las andanzas de los bucaneros por el mar Caribe siempre estuvieron rodeadas de un hálito de romanticismo fundamentado en la libertad que el mar les brindaba a aquellos hombres que habían nacido en un tiempo en que la vida y las autoridades se afanaban por convertirles en esclavos. Ellos rompieron banderas y leyes y surcaban los mares embriagados por el azul del cielo y quizás por los humores de alguna botella de ron.

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