Triunfo disputado: Lo ajeno facilitado por la confusión

El robo de triunfos ajenos se ve facilitado por el estado confuso del panorama partidario. A continuación, el editorial del diario Río Negro:

Que los líderes de un gobierno peronista hayan tenido buenos motivos para festejar el triunfo electoral de un radical sobre un caudillo tradicional no carece de ironía, pero sólo se trata de un avance de lo que nos espera dentro de tres semanas cuando el presidente Néstor Kirchner y sus ministros procurarán apropiarse de los logros de la variedad heterogénea de políticos, entre ellos izquierdistas, derechistas y centristas; además, claro está, de una gran cantidad de oportunistas que dicen formar parte del Frente para la Victoria.

En algunos casos, el presunto vínculo de un candidato ganador con Kirchner habrá contribuido a su éxito, ya que en muchas provincias los votantes entienden muy bien que les conviene apoyar a quienes suponen estarán en condiciones de conseguir más dinero de la Nación; pero esto no quiere decir que se sientan atraídos por su forma de gobernar o por sus ideas. Tampoco significa que tales candidatos estarían dispuestos a apoyar al gobierno nacional si los vientos comenzaran a soplar en su contra.

Conscientes de que en política un triunfo virtual puede valer más que uno auténtico, los líderes de la UCR no han intentado ocultar el fastidio que sienten ante los esfuerzos de los kirchneristas por atribuirse la victoria aplastante de Ricardo Colombi en las elecciones que se celebraron el domingo en Corrientes.

En principio, los radicales están en lo cierto cuando insisten en que el triunfo se debió a la gestión de Colombi y al interés limitado de los correntinos en remplazarlo por el peronista Carlos Rubín, apadrinado por el ex gobernador Raúl "Tato" Romero Feris, pero en el resto del país, donde pocos se preocupan por los detalles a menudo exóticos de la política de una provincia tan embrollada como Corrientes, a pesar de que la coalición radical-peronista gobernante se formara antes de la llegada a la Casa Rosada de Kirchner, los más lo tomarán por un zarpazo kirchnerista contra una alianza que fue respaldada por Eduardo Duhalde.

Mal que bien, así es la política, no sólo en nuestro país sino también en la mayoría de los demás, aunque aquí el robo de triunfos ajenos se ve facilitado por el estado inenarrablemente confuso del panorama partidario.

Mientras que en los países en que los partidos son fuertes sería necesario mucho ingenio por parte de un vocero gubernamental para presentar la derrota de un miembro de su propia agrupación como una victoria oficialista, aquí, hombres como el ministro del Interior, Aníbal Fernández, pueden hacerlo sin dificultad alguna.

En la Argentina actual, los directamente beneficiados por los votos, es decir, los intendentes, gobernadores y legisladores, raramente se sienten tan identificados con un partido determinado como para que se les ocurra protestar si otro se las arregla para aprovecharlos, sobre todo cuando es cuestión del oficialismo de turno y, por lo tanto, de la fuente de los fondos que todos precisan.

Para muchos profesionales de la política, el orden – mejor dicho, el desorden – así supuesto, tendrá sus méritos, pero para el país en su conjunto las ventajas son a lo sumo anecdóticas.

Sin partidos genuinos, la mayoría elige los candidatos por motivos subjetivos, preguntándose si son más honestos que sus adversarios o si se han labrado una imagen más vigorosa, no por sentirse impresionada por propuestas concretas o razones ideológicas.

Como resultado, las coaliciones abigarradas que emergen siempre son muy precarias y las dominan personajes con los talentos necesarios para brillar en las internas que no siempre son los indicados para legislar o administrar bien.

En los buenos tiempos, los gobiernos que alcanzan el poder porque parecen adecuarse a las exigencias del momento pueden prosperar, pero en los malos, les es casi imposible sobrevivir.

Asimismo, por depender tanto del humor de la gente y, en consecuencia, de las encuestas de opinión más recientes, tales gobiernos no son capaces de impulsar programas de reforma ambiciosos de la clase que la Argentina necesitaría para comenzar a reducir las dimensiones del abismo que la separa de los países más ricos y poderosos porque, a diferencia de sus equivalentes, en algunas otras partes del mundo sencillamente no pueden arriesgarse tomando medidas conflictivas que socavarían su popularidad.

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