Pinochet, Franco, Videla y la utopía de la ecuanimidad

La ecuanimidad, ante el dramatismo de las posiciones antagónicas, es una utopía. Y la muerte de Augusto Pinochet no es una excepción.

CIUDAD DE BUENOS AIRES ( Consultora Oximoron, especial para JorgeAsisDigital). A los 91 años, la muerte suele ser una contingencia bastante previsible. Sin embargo el general Pinochet, con la rutinaria vulgaridad de su muerte, consolida la pasión deportiva de las diferencias irreconciliables.
A pesar del racionalismo de su impresionante transformación económica, y de la reconocida madurez de su democracia, en Chile tampoco se logra cicatrizar las llagas interiores, producidas treinta años atrás.
Aquellas heridas presentan, aún, abundantes supuraciones divisorias. Igual, por supuesto, que en la Argentina.
Más que en la ejemplaridad de su democracia, Chile superó, en gran parte, a la Argentina, merced a las aplicaciones efectivas de su gobierno de facto. Un trabajo comparativamente pendiente, que se promete.
El Canuto y el Genocidio
De todos modos, los enemigos viscerales, que hoy festejan el cese físico de Pinochet, desconfiaban, hasta ayer, de la magnitud de su enfermedad cardiológica.
Tomaban las descompensaciones del anciano represor como otro pretexto más, a los efectos de demorar la definición de cualquiera de los innumerables juicios que se le tramitaban.
A la monotonía febril de los asesinatos y la denigración de los tormentos se le sumaba, ahora, al viejo dictador, la originalidad de la delincuencia. Además, Pinochet se destapaba con su condición de soberbio ladrón.
Por lo tanto, aparte de facturarle, con perpetua retroactividad, el amontonamiento de crímenes, el enfermito volvía a sorprender a la sociedad chilena. Como cuando regresó de Londres y abandonó la silla de ruedas, para ponerse de pie y recibir las ovaciones de los suyos.
Tanto los detractores, como los defensores, debieron sorprenderse con su inveterada entrega, también bastante previsible, a las diabluras implícitas en la construcción del "canuto".
Un canuto de 27 millones de dólares, amontonados en 17 años de manejo del poder, merece un cierto respeto entre los cuestionados estadistas de verdad. Aunque el respeto, por supuesto, se oculte.
Por lo tanto Pinochet no puede ser merecedor del lapidario concepto descalificador, que se le atribuye al presidente José Sarney. Cuando dijo, a propósito del Presidente Collor de Melo: "Ese Collor, ni plata sabe hacer. Está incapacitado hasta para robar".
De manera que el general Pinochet, en su dulce ancianidad, no presentaba el menor espacio para que creciera, a su alrededor, algo parecido a la misericordia social.
Aparte, resulta inconveniente computar, como mérito, la transparencia económica de una gestión presidencial, así fuera de facto. Reconocer como una virtud la circunstancia casi banal de no haberse enriquecido en el paso por el poder.
De ser así, al general Videla, en lugar de escracharlo por su responsabilidad política en los asesinatos, tendrían que efectuarle un homenaje.
Porque Videla, según nuestras fuentes, no se llevó una moneda. Más grave aún, quedó como un "buenudo". Un seco que merece, en cierto modo, la sentencia brutal que se le atribuye a Sarney.
La contabilidad macabra intenta proporcionarle, al general Pinochet, un cuestionable carácter de genocida.
Desde el infierno, cualquier genocida de verdad puede reírse, en realidad, a carcajadas, de los latinoamericanos que mantienen la jactancia de denominar genocida a cualquier represor de cuarta categoría. Como Pinochet. Al que se le adjudican, apenas, 3.200 muertos. Con el agravante impresionante de 1.200 desaparecidos.
Una intrascendente levedad, al menos para conmover históricamente a alguien en la materia del genocidio. Sobre todo si se toma como genocidio los 300 mil muertos chinos de Nankin, reventados por el ejército japonés en una sola jornada de diciembre de 1937.
O la propina del millón y medio de muertos armenios, de 1915. O sin ir más lejos, y aunque se trate de negros, los setecientos mil descuartizados de Rwanda, en 1994.
En Sudamérica habría que recuperar una cierta dosis de seriedad hasta para los reclamos. Sin proporcionar la estampilla de genocida a cualquier autoritario, transitoriamente impune. Ni carácter fácil de fascista a cualquier módico tiranuelo que oportunamente se hubiera aventurado a encarar, comparativamente, el vuelto de alguna decena de miles de cadáveres.
De todos modos, la cuantitativa intrascendencia de los tres mil muertos bastan para degradar, hasta la eternidad, la memoria del General que supo derrocar, después de cierta condescendencia convivial, la blandura del gobierno de Salvador Allende. Marcado por las letanías del socialismo adolescente.
En definitiva Pinochet debió derrocar a Allende por una carambola fortuita de la historia, que le permitió lanzarse a la violencia de la represión impopular que le permitiría, con el tiempo, construir saludablemente el canuto. Una aventura individual, la del canuto, que por ejemplo Videla no se atrevió a encarar. Por las limitaciones de su formación religiosa, o por su creencia, abiertamente equivocada, en que las matanzas funcionaban como un servicio hacia aquello que antes se llamaba Patria.
El Salvador
De todos modos, la plácida interpretación de la izquierda siempre reclamatoria, no logra evitar el surgimiento de otra visión, bastante menos negativa y pesimista, aunque desesperadamente dramática, de la misma historia.
Al Generalísimo Franco le correspondió, por ejemplo, gobernar más de tres décadas.
Hasta que las "fuerzas revolucionarias de la biología" impusieron la evolución de la democracia en España. El Caudillo gobernó sobre un colchón, para nada despreciable, de un millón de muertos.
Igual que a Franco, a Pinochet, los fundamentalistas que aún lo sostienen, y lo lloran desafiantes ante los televisores del mundo, le atribuyen la capacidad, casi gigantesca, de haber sido el Salvador de la Patria.
Aquel Chile setentista naufragaba en la petulancia de generar una "vía chilena" hacia el socialismo. Chiquilinadas entrañables que signaron la adolescencia revolucionaria del proceso político que cavaba, en simultáneo, su propia sepultura. El de la "vía chilena", pero hacia el capitalismo.
La "vía hacia el socialismo" se encontraba acosada por los estigmas de las fatales divisiones internas. Con provocaciones auténticas de los ultraizquierdistas heroicos que fueron magistralmente aprovechadas por la CIA, una agencia que por entonces registraba una existencia temiblemente superior.
Aparte, las tensiones ficcionales de la Guerra Fría obligaban a los Estados Unidos a ocuparse, más de lo necesario, infinitamente más que ahora, del patio trasero del sur.
Por lo tanto, la imagen forzada del Salvador de Chile, que aún conmueve a los seguidores, intelectualmente precarios, de Pinochet, coincide, necesariamente, con el maniqueísmo de los detractores. En el dramatismo, especialmente, de sus propias exageraciones.
La imagen del Salvador de la Patria confronta, a perpetuidad, con la imagen del Asesino que fue perseguido hasta el penúltimo aliento.
Ejercicios contrafácticos
Como en la respetable España de Franco, que emergía de la catastrófica guerra civil, entre las ceremonias de aquel Chile -compartidas por la fresca ingenuidad de Allende y la brutalidad de Pinochet-, queda pendiente un ejercicio de imaginación contrafáctica.
Como también, en cierto modo, queda pendiente en la Argentina de la declinación. La que desemboca, para acelerarla, en la austeridad sanguinaria de Videla.
Después de Robert Cowley, el recurso contrafactual resulta lícito para interpretar cualquier actualidad, pero a partir de la historia. Tomada, la historia, con sus respectivos datos, pero como si fueran platos de un restaurant con autoservicio.
Conste que se trata de una historia de la que cuesta, en definitiva, hacerse cargo. Porque se convierte en el cargamento nefasto que agudiza la más retardataria división de las sociedades.
Hacerse cargo de la propia historia, es la receta, pero con un sentido profundo de superación. De ningún modo como mero recurso para intentar la justificación de los que se equivocaron. De los que imperdonablemente mataron mucha más gente de la necesaria.
El ejercicio contrafáctico consiste en el esfuerzo intelectual de responder cuál hubiera sido el destino de los tres países, España, Chile y Argentina. De no haberse interpuesto, en su momento, la solución militar.
Es decir, habría que imaginarse el destino de España a partir del triunfo eventual, en la Guerra Civil, de la República, pero no a largo plazo, sino, por ejemplo, en 1937. De aquel Ejército del Ebro de las canciones, y con la consagración de Durruti, por ejemplo, como el hombre victoriosamente fuerte.
Asimismo habría que imaginar, en el ejercicio contrafáctico, el destino de Chile. Por ejemplo si se tomaba el camino de la profundización revolucionaria que pretendía imponer el MIR, Y con la conjunción de ideas radicalizadas que hostigaban la tibieza reformista de aquel Allende condenado a ser una víctima. El Estadista que comenzó a ser respetado, sobre todo por la izquierda, después del suicidio reparador.
Más problemáticamente polémico sería estudiar, en todo caso, el eventual destino de la sociedad argentina. Si por ejemplo el romanticismo bestial de los montoneros, junto a la poesía violentamente pastoril del ERP, se hubiera impuesto, en el primer lustro de los setenta, sobre aquellos otros alucinados de la triple A. Un conglomerado de seres menos presentables a largo plazo, pero que suponían también batirse, "para que nunca flameara un trapo rojo en lugar de la celeste y blanca".
Si Firmenich y Gorriarán Merlo unían sus intencionalidades. Y doblegaban, en definitiva, a aquellas fuerzas armadas, de prestigio eternamente desmoronado, hasta convertirlas, por ejemplo, en un ejército popular y revolucionario.

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