La corrupción, en las últimas décadas, se convirtió en un problema estructural a nivel global. Y cuando nos referimos a “global”, no sólo hablamos de que se trata de un fenómeno que ocurre en todos los países del mundo, sino que los hechos de corrupción han trascendido las fronteras, globalizándose al igual que la economía, por lo que la complejidad para detectarla, combatirla y –mucho más– prevenirla, se convirtió en un verdadero desafío para los países y la comunidad internacional en su conjunto.
PROPUESTAS PARA MEJORAR UN PROYECTO
No hay soluciones mágicas para luchar contra la corrupción
Muy importante el texto de Germán Cosme Emanuele para que los funcionarios del Ejecutivo Nacional mejoren el proyecto de ley que intenta asegurar la ética pública y reducir el índice de prácticas corruptas en la Administración del Estado. Hay algunas propuestas muy concretas que deberían considerar los colaboradores del presidente Mauricio Macri.
Una muestra de esto puede observarse en el Índice de Percepción de la Corrupción que difunde todos los años Transparency International. De los 180 países que se analizaron en 2017, dos tercios se encuentran por debajo de la línea de los 50 puntos. Si tenemos en cuenta que a los países que se acercan al puntaje 100 se los percibe como los más transparentes, mientras que a los que se acercan a 0 se los percibe como los más corruptos, el hecho de que 127 no lleguen a superar la línea media del ranking, muestra que el problema es realmente grave.
La realidad de Argentina no escapa a esta situación. Si bien en los últimos años subió casi 20 puntos en el ranking global (quedando en el puesto 85 en el último índice con 39 puntos sobre 100), nuestro país no consigue aún subir la nota de aplazo. Esta situación de mejora y aplazo, desde nuestro punto de vista, se debe a varias cuestiones.
En primer lugar, el ascenso puede deberse, como en todo cambio de Gobierno, a que la sociedad perciba condiciones más propicias para una administración pública transparente y, como consecuencia, funcionarios más íntegros.
Por otro lado, es innegable que, en los últimos años, se sancionaron normas consideradas fundamentales para la lucha contra la corrupción y la promoción de la Integridad Gubernamental. La Ley de Acceso a la Información Pública –norma reclamada por más de 15 años por Poder Ciudadano y varias organizaciones de la sociedad civil–, es un ejemplo concreto de este avance.
Además, la Ley de Responsabilidad Penal de las Personas Jurídicas y la Ley del Arrepentido, sumaron instrumentos concretos para perseguir el flagelo de la corrupción, a la vez que establecieron incentivos para el cumplimiento de determinadas pautas vinculadas a la integridad.
Ahora bien, a pesar de los avances normativos y de determinadas políticas públicas, la realidad muestra que dichos esfuerzos no son suficientes y que la respuesta no está en sancionar más normas (en Argentina la falta de normativa nunca fue un problema) sino en garantizar su cumplimiento.
Desde esa lógica, la percepción social sigue siendo que las políticas de lucha contra la corrupción no llegan a ser efectivas y no sólo por falta de voluntad del Poder Ejecutivo, sino por el descrédito de los responsables de perseguir esos delitos, esto es, el Poder Judicial.
Sin entrar en detalles sobre los distintos problemas que se pueden evidenciar a la hora de generar y coordinar herramientas efectivas en materia de lucha contra la corrupción, lo que intentamos señalar es que para pensar un esquema que funcione, no basta con la sanción de una norma. Lo que se requiere es un verdadero Sistema de Integridad, es decir, un conjunto de pautas, herramientas y procedimientos, fijados a partir de principios y estándares éticos, cuya finalidad sea la de establecer un sistema que promueva la transparencia y la prevención de actos de corrupción. Y en ese marco, desde nuestro punto de vista, una verdadera política de integridad debe basarse en cuatro principios fundamentales:
i) Ejercicio Ético de la Función Pública,
ii) Transparencia y máxima divulgación de los actos de la Administración,
iii) Participación y Control Social de la Gestión Pública y,
iv) Rendición de Cuentas de los actos de la Administración.
En este sentido, desde nuestro enfoque, debe pensarse prioritariamente un esquema que minimice los riesgos de corrupción, más allá del establecimiento de mecanismos para perseguir sus responsables. Es por ello que, desde Poder Ciudadano, venimos desde hace mucho tiempo reclamando por una reforma a la Ley de Ética en el Ejercicio de la Función Pública, no sólo porque la norma vigente carece de medidas concretas para su implementación sino, fundamentalmente, porque no da respuesta a las nuevas dinámicas que toman la corrupción estatal y la vinculación entre los agentes públicos y el Estado. Esta cuestión tomó aún más relevancia con esta nueva gestión, provocado por un sinnúmero de casos de conflicto de intereses que comenzaron a ser de conocimiento público a partir del nombramiento de funcionarios que venían desde el sector privado.
Como respuesta a nuestros reclamos, el Poder Ejecutivo inició una discusión profunda sobre la cuestión, pensando en una nueva norma que permita contar con un marco suficiente y eficiente para establecer pautas de comportamiento claras para los funcionarios públicos. El borrador que la Oficina Anticorrupción ha sometido a la consulta de distintos actores, regula cuestiones vinculadas, no sólo al conflicto de interés sino también a otras cuestiones de principal relevancia a la hora de prevenir, minimizar riesgos y, eventualmente, sancionar hechos de corrupción.
En concreto, el borrador de Proyecto de Ley difundido por el Poder Ejecutivo cuenta, además, con apartados específicos sobre el Régimen de Presentación de Declaraciones Juradas, Obsequios, Nepotismo, cuestiones vinculadas a prohibiciones de los funcionarios públicos luego del cese de su mandato, entre otras cuestiones. Sin embargo, carece de algunas disposiciones que, desde nuestra perspectiva, son esenciales a la hora de pensar un sistema de integridad.
Por un lado, y a pesar de que el principio de transparencia y rendición de cuentas es una de las pautas de comportamiento ético que debe cumplir todo/a funcionario/a, el borrador del Proyecto de Ley de Ética Pública no posee una referencia expresa sobre el deber de garantizar el derecho de acceso a la información de la ciudadanía. Tal como dijimos anteriormente, con la sanción y posterior reglamentación de la Ley 27.275, se saldó una deuda pendiente en esta materia, reconociendo el derecho de las personas a acceder a información generada por los organismos públicos y garantizando ese derecho en el ámbito de todos los poderes del Estado.
En ese sentido, la propia Ley 27.275 define los alcances, tanto de la información a la que las personas tienen derecho a acceder sin restricciones, como de las excepciones. Del mismo modo, dispone obligaciones concretas para los funcionarios públicos y mecanismos específicos ante la falta de cumplimiento. Estos parámetros exceden a todas luces la idea de “actos administrativos fundados” establecida en el anteproyecto de Ley de Ética Pública como única garantía del derecho de acceso a la información pública que tiene la ciudadanía. Es por ello que creemos que debe exigirse a los funcionarios y funcionarias no sólo velar por el derecho de la sociedad a acceder a información pública sino exigir su efectiva garantía, minimizando las situaciones de arbitrariedad o discrecionalidad, al tiempo que limitando todo hecho que desligue del establecimiento de responsabilidad en caso de incumplimiento.
Otra de las cuestiones centrales que el borrador sometido a consulta no establece expresamente, se vincula con el uso indebido de los recursos públicos en épocas de campaña electoral. Es sabido que la utilización indebida de los recursos públicos afecta a toda la comunidad dentro de un país, vulnera derechos, debilita a las instituciones y, como consecuencia, limita la vida democrática. En el caso de Argentina, existe poca o quizá, nula regulación que impida efectivamente la utilización de recursos públicos, tanto financieros como a humanos, con fines proselitistas.
Lamentablemente, estas prácticas se han convertido en una metodología cada vez más aplicada por los oficialismos para extender su permanencia en el poder o, por lo menos, aprovechar los beneficios de su posición privilegiada respecto de otros actores políticos mientras ejercen la función pública.
La posibilidad del uso indebido de recursos públicos tiene su base, sin dudas, en la consolidación de prácticas que, con el transcurso del tiempo, se naturalizaron hasta tornarse parte de la lógica que se evidencia todos los años electorales. Esta anomalía se produce por la arraigada confusión sobre aquello que separa al Estado del gobierno, y a estos dos, del partido de gobierno. Dicha disolución de fronteras hace necesario generar mecanismos que impidan el uso discrecional de recursos públicos, sobre todo en aquellos casos donde los fondos y bienes son aplicados de manera apropiada a los fines públicos definidos pero la comunicación de estas acciones o de sus productos finales, termina teniendo, por el contexto en el que se dan, fuertes connotaciones personalistas o partidarias.
Es innegable que los logros de un gobierno en materia de ejecución de sus políticas, tienen una gran capacidad de influir en la opinión pública. Por esto, asociar de manera fuerte y directa, esos resultados a una persona y su espacio político, funciona también, sin lugar a dudas, como medio de acumulación de capital electoral, desvirtuando la equidad de la competencia política. Estas situaciones son posibles, muchas veces, no en razón de la ausencia de un marco legal sino por su falta de precisión sobre el objeto que regula, por la debilidad de sus especificaciones y definiciones o por la profusión de las excepciones que plantea. Todo esto aumenta los rangos de discrecionalidad para que la apropiación de los recursos públicos pueda ser particular y no colectiva.
Por otro lado, el borrador carece de una regulación sobre reuniones de gestión de interés (lobby). Este punto se torna central, ya que Argentina no cuenta con un marco normativo sobre este tipo de reuniones, por lo que regular estas actividades es esencial a la hora de pensar un esquema de prevención de conflictos de interés en particular, y de lucha contra la corrupción en general.
Finalmente, y como uno de los puntos más críticos dentro de esta discusión, está la elaboración de un sistema de responsabilidad para quienes incumplan, dentro de la Administración, con los preceptos de la norma de Ética Pública.
Es muy común observar cómo las distintas regulaciones (como el caso de la Ley de Acceso a la Información Pública o la actual Ley de Ética Pública) establecen “en el papel” ciertas obligaciones para funcionarios y funcionarias, aunque, en la práctica, estos criterios no constituyen ningún tipo de responsabilidad ni sanción para quienes los transgredan.
En este punto, en Argentina debemos comenzar a discutir sistemas de incentivos basados en el binomio “costo-beneficio” y no tanto sostenidos en la visión de que la corrupción es un problema de educación o “falta de moral”. Partiendo de esa línea, deben pensarse mecanismos de responsabilidad basados en sanciones que hagan que los costos de llevar adelante una conducta impropia sean mucho más elevados que los beneficios que se puedan obtener.
En ese punto, es importante destacar el sistema diseñado por la Oficina Anticorrupción para el caso de los funcionarios o funcionarias que no presenten sus declaraciones juradas. El esquema permite sancionar a los incumplidores con medidas que van desde la retención de parte del salario hasta la imposibilidad de asumir un cargo en caso de infracción. Lamentablemente, ese sistema sólo se observa definido para el Régimen de Declaraciones Juradas del anteproyecto y no así para el resto de las disposiciones.
Luchar contra la corrupción requiere pensar un sistema desde varios enfoques y diversos actores. Un país que quiera dar una pelea seria y profunda en este campo, debe articular con todos los sectores involucrados, contar con mecanismos eficientes de prevención y de sanción, y con una ciudadanía activa que participe y exija al Estado rendir cuentas constantemente. No existen leyes mágicas, ni funcionarios superpoderosos. La estructura para enfrentar la corrupción debe contener leyes de calidad, prácticas efectivas, funcionarios probos, empresas comprometidas, una Justicia independiente, eficiente y especializada, organizaciones de la sociedad civil demandantes y una ciudadanía atenta al accionar de funcionarios y funcionarias y comprometida con el control social de la gestión pública.