MARTÍN D'ALESSANDRO

Crisis de la representación y de los liderazgos democráticos

Carece de sentido atacar a Donald Trump o Jair Bolsonaro porque "son de derecha" o a Nicolás Maduro porque "es de izquierda". La cuestión debe avanzar hacia los modelos de desarrollo que los gobernantes democráticos deben diseñar y proponer para que el régimen en su conjunto sea creíble, explica el presidente de la Sociedad Argentina de Análisis Político.

La elección de Jair Bolsonaro como presidente de Brasil desató en la Argentina una serie de preocupaciones acerca de la representación democrática y el tipo de liderazgos que están prevaleciendo en varias partes del mundo. Pero los datos de la realidad no deberían llevarnos a sorpresa sino a profundizar nuestros análisis para entender lo que sucede.

Son varios los factores que intervienen para producir resultados que se alejan de los estándares democráticos en los que muchos quisiéramos que se encuadrara la actividad política y las aspiraciones de la ciudadanía. ¿Estamos frente a una crisis de representación que hace triunfar a candidatos antipolíticos?

Si hay una crisis de representación, la hay desde hace mucho tiempo, y no es la única causa que explica el triunfo de candidatos como Bolsonaro, Donald Trump o Nicolás Maduro.

Empecemos entonces por señalar que la crisis de la representación es un concepto que implica que los representados no sienten que los representantes estén respetando sus preferencias, su voluntad o sus intereses.

Es, podría decirse, una crisis de confianza en los gobernantes. Es un problema grave porque todo el sistema democrático moderno depende de esa confianza.

¿Por qué debería yo sostener un sistema que sistemáticamente hace que sean elegidos gobernantes incapaces y/o corruptos?

Se dirá que las reglas están bien y lo que falla es el pueblo que no sabe elegir, pero ¿no sabe elegir nunca? ¿No habrá algo mal en el método de selección?

En todo caso, si el pueblo no sabe elegir nunca, ¿debería entonces tener derecho a elegir?

¿No deberían gobernar los mejores y no necesariamente los que más pagan a los publicistas?

Estas preguntas constituyen el corolario lógico de una verdadera crisis de representación. Es una línea de razonamiento coherente y potente, razón por la cual hay que estar prevenidos y trabajar para mejorar la representación democrática antes de que se llegue a su cuestionamiento total.

En las democracias modernas, la representación se ha dado a través de partidos políticos que se respetan como portavoces legítimos de intereses diversos, compiten electoralmente para decidir cuáles de esos intereses, muchas veces contrapuestos entre sí, deben priorizarse, y finalmente discuten en parlamentos u otras instancias de negociación acerca de la mejor forma de hacerlo sin afectar demasiado los intereses o la integridad de los perdedores y/u otras minorías.

Este juego virtuoso nunca ha sido absoluto, pues siempre ha habido poderes fácticos o influencias ocultas, por ejemplo.

Sin embargo, el núcleo central de esa idea ha permitido el desarrollo de la democracia en el siglo XX. Cuando la democracia cayó de la manera más trágica en Europa en el período de entreguerras, fue cuando las críticas lastimaron el corazón del liberalismo y la representación parlamentaria de intereses.

Hasta hace algunos años, además, los partidos políticos formaban y encuadraban el accionar de los gobernantes, pero ahora es muy difícil encontrar certidumbre en esas instituciones. El presente y el futuro se nos aparece más volátil e impredecible. Si llegara a vislumbrarse una confianza en algún gobernante, es demasiado fugaz y nunca sistémica.

Podría decirse que rara vez en la historia argentina se dio ese círculo virtuoso de democracia y partidos. Y es cierto. Los liderazgos a los que estamos acostumbrados no intentaron potenciar intereses parciales sino que procuraron representar a toda la nación, es decir, anular discursivamente o en los hechos la legitimidad de los adversarios.

Hipólito Yrigoyen y Juan Perón, los padres fundadores de los partidos de masas de la Argentina en tanto tales, fueron ejemplos de las pretensiones totalizadoras. Ni hablar de las dictaduras militares. No es, ciertamente, el mejor antecedente para evitar liderazgos autoritarios o intolerantes.

Pero el fenómeno de la disconformidad con los partidos políticos y/o la aparición de partidos y líderes que condensan las críticas al propio sistema democrático parlamentario está presente no sólo en la Argentina o en Brasil, sino también en países tan disímiles como Hungría, Turquía, Rusia, pasando por Venezuela, Ecuador, Bolivia y Perú, e incluso Italia, Francia y España, y hasta el propio Estados Unidos.

Tal como se ve, las democracias no se consolidan nunca. Siempre pueden erosionarse y hasta quebrarse. Sus liderazgos no siempre respetan las reglas que los llevaron a la popularidad o al poder.

Es más, probablemente no las respetarán si esas reglas no son claras o ampliamente aceptadas por las ciudadanías, o si los electores sienten que esas reglas no generan gobernantes idóneos.

La clave que debe orientar entonces nuestra preocupación por la democracia, sus libertades y sus valores no es ideológica.

Bolsonaro no tiene un discurso antidemocrático por ser de derecha, ni Maduro es autoritario por ser de izquierda.

Al contrario, nuestra preocupación debe tener en cuenta

> factores históricos de largo plazo,

> factores culturales de idiosincrasia, pero también, y sobre todo,

> factores que mejoren el funcionamiento de democracia actual.

De allí que haya discusiones importantes y urgentes

> sobre la transparencia,

> sobre la necesidad de fortalecer a los partidos políticos y

> sobre los modelos de desarrollo que los gobernantes democráticos deben diseñar y proponer para que el régimen en su conjunto sea creíble.

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