Víctor Hugo, una melancolía

La siguiente nota fue publicada en el blog de un argentino en USA, Hernán Iglesias Illa.

El primer partido que recuerdo haber escuchado relatado por Víctor Hugo Morales, de cuyo debut en la radio argentina se cumplieron hoy 25 años, fue el Argentina 4 - Hungría 1 del Mundial 82, en el viaje del colegio a casa en el auto de la madre de Nico C., quien, misteriosamente, vuelve a hacer una aparición en este blog.

Recuerdo la tarde soleada, el apuro por salir rápido y llegar a tiempo a ver por tele el segundo tiempo, el auto —una Renault 12 Break, creo, relativamente moderna para la época, en un mapa automotor de las familias del colegio dominado por la Falcon Rural y la presencia mágica de unas pocas Volvo importadas con el dólar barato de los dos años anteriores—, la esquina de Gaboto y Primera Junta, en el Bajo de San Isidro, y alguien, uno de los chicos (estábamos en tercer grado), que, sorprendentemente, dice una frase que escucharía mil veces más en mi vida: "Poné a Víctor Hugo".

De esa radio con botones, que hacía clac clac cada vez que uno zapeaba entre las memorias sólo de AM, salió entonces una voz que ya ese primer día me sorprendió por su velocidad y su caudal imparable, una alegría torrencial, una excitada inminencia: mis primeros contactos con la abundancia hedonista del barroquismo.

Tres años después, escuchando un River-San Lorenzo un domingo a la tarde, el placer de la metáfora: el River del Bambino y Francescoli ganaba 3 a 0 en el minuto 30 y Víctor Hugo que dice una frase que fue, supongo, uno de mis primeros disfrutes literarios: "River es una tromba".

Me acuerdo perfectamente: solo en el living de casa, pateando una pelotita de tenis de un lado para el otro, estaba orgulloso de mi equipo, de que alguien pudiera contármelo de una manera tan emocionante y de mí mismo, por entender y disfrutar un lenguaje que suponía en principio dedicado a los adultos. Durante mucho tiempo, para mí "Víctor Hugo" fue Morales, y no ese otro, también desprolijo, también romántico, de Los Miserables, cuyos nombres eran parecidos por coincidencia y no, como descubriría más tarde, un homenaje probablemente ignorante, a un siglo de distancia, de Doña Morales madre.

Víctor Hugo ha sido uno de —y perdón por el lenguaje de Concejo Deliberante o sección de Espectáculos— nuestros mayores artistas, por el barrilete cósmico pero también por infinitas tardes de domingo al borde de la muerte, esas dos horas en las que parece que el destino del mundo se juega en una cancha de fútbol.

En la planicie de la siesta de domingo, el único nervio salía de la radio, y ni siquiera los primeros relatos de la televisión, donde primaba el ascetismo minimalista de Mauro Viale, podían sacarle ese lugar al uruguayo.

Ahora no lo escucho porque, cada vez que lo hago, empiezo a extrañar un país que no existe pero que en ese envase, la locura carnavalera de un partido de fútbol y su transmisión burbujeante, como si a propósito estuviera negándose a mejorar la claridad técnica del sonido, parece por un instante el mejor lugar del planeta.

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